jueves, 21 de febrero de 2008

Pregunta sobre Descartes

Hola a todos.

Comparación DESCARTES-LUTERO

¿Cuál es el elemento o elementos comunes de ambos autores y en qué sentido se diferencian?

Un saludo

Ánimo a todos.

martes, 5 de febrero de 2008

Materiales para elaborar el análisis de texto

1. Los orígenes de la filosofía moderna. Las fuentes de conocimiento: experiencia y razón (Racionalismo y Empirismo)

Dentro del epígrafe “filosofía moderna” se engloban dos “filosofías” o escuelas de pensamiento: racionalismo y empirismo. Ambas son exponentes de un nuevo modo de hacer filosofía, modo que se caracteriza por hacer del problema del conocimiento el problema central de la filosofía: su esfuerzo teórico se dirige a la elaboración del estatuto del conocer humano (se analiza el papel de las distintas facultades -sensación y razón-, se busca el método capaz de asegurar la validez de los conocimientos, y se pregunta por los límites del conocimiento)

Frente a la filosofía anterior que desde la antigüedad griega viene centrándose en el Ser, la filosofía en la modernidad asume como tema principal el conocer. Efectivamente, la reflexión griega (principalmente Aristóteles) y medieval es profundamente objetivista y realista, en ella el hombre aparece como un ser volcado hacia un mundo de cuya objetividad no se duda, la teoría del conocimiento es secundaria y se limita a aclarar el “cómo” del conocimiento humano. Descartes y la filosofía moderna suponen una ruptura en el modo de concebir la actividad filosófica: el dato primario no es el ser -el objeto- sino el pensamiento -el sujeto-, con el añadido de que el pensamiento no trata directamente sobre los objetos sino sobre las ideas de éstos (SUBJETIVISMO - IDEALISMO). La teoría de las ideas se constituye así en el núcleo de la teoría del conocimiento tanto en los sistemas racionalistas como en las explicaciones empiristas. El proceder racionalista parte de la constatación de que las cosas sólo son conocidas en las ideas y no directamente en sí mismas. Por ello es posible dudar de su existencia. La realidad del mundo no es -para el racionalista- “evidente”, ha de ser deducida; la contrapartida es que lo deducido gozará de una seguridad absoluta al estar fundamentado en el puro proceder de la razón. Los empiristas también centran su atención en las ideas, en los contenidos mentales que re-presentan lo real, preguntándose acerca del criterio que permite distinguir las ideas que re-presentan “verdaderamente” la realidad de aquellos otros contenidos mentales que “falsean” lo real. Las diferencias entre ambas escuelas se sintetizan a continuación:
a)Origen y fuentes del conocimiento
-Racionalismo: La escuelas racionalistas se caracterizan por una absoluta confianza en la razón humana: se parte de la convicción de que la razón es la única facultad que puede conducir al hombre al conocimiento de la verdad. La razón "racionalista" es una razón autónoma cuyo poder radica en la capacidad de sacar de sí misma las verdades primeras y fundamentales -llamadas ideas innatas- que son conocidas mediante intuición intelectual; a partir de ellas, y por deducción, es posible obtener todas las demás y construir el “sistema” del mundo (Modelo matemático de saber).
-Empirismo: La fuente originaria de los materiales que conforman el conocimiento humano es -en las filosofías empiristas- la experiencia sensible, los sentidos (contra el racionalismo, no existen ideas innatas). La mente es considerada como un papel en blanco (Locke) sobre el que la experiencia va dejando su “huella”: son los sentidos y las sensaciones los vehículos a través de los cuales surgen las ideas en la mente.

b)Valor y límites del conocimiento

-Racionalismo: Las verdades fundadas racionalmente son verdades necesarias (su contrario es imposible) y universales (válidas sin restricción para cualquier ser racional). Los autores racionalistas asumen que no hay límites en las posibilidades de conocimiento de la razón e intentan proporcionarle un método que la guíe y asegure la verdad de sus resultados. Según los racionalistas la razón puede alcanzar un conocimiento absolutamente válido acerca de la totalidad de la realidad (se incluyen los “objetos” metafísicos: Dios, Alma y Mundo como totalidad) y todo ello a partir de los principios de la propia razón, es decir, independientemente de la experiencia. La metafísica es así para el racionalismo el “saber fundamental”, un saber que trata acerca de lo supra-sensible y que proporciona los fundamentos al resto de los saberes.

-Empirismo: El valor del conocimiento remite a su base en la experiencia. La experiencia no sólo es el origen del conocimiento sino también su límite. Esta limitación es doble: en cuanto a su extensión (no podemos ir más allá de lo que permita conocer nuestra experiencia) y en cuanto a su certeza (sólo podemos estar ciertos acerca de lo que cae dentro de los límites de la experiencia). La razón empirista reduce la realidad a lo que aparece en nuestras impresiones (fenomenismo) e imposibilita, en última instancia, toda previsión de hechos futuros culminando en el escepticismo al rechazar el valor científico de la “causalidad” (no es posible legitimar la idea de que entre una causa y su efecto exista una conexión necesaria -que siempre que se de la causa se de el efecto-) El conocimiento de los hechos, la ciencia, no es más que una generalización a partir de “acontecimientos pasados”, su grado de verdad no es la certeza sino la probabilidad en mayor o menor medida.

2. La filosofía de René Descartes en sus textos: Discurso del Método (Partes 1, 2 y 4) y Meditaciones metafísicas (IIª)

2.1 La experiencia vital de René Descartes

Descartes nace en La Haya (Turena, Francia) en 1596. En 1604 ingresa en el colegio de La Fléche en Anjou, donde los jesuitas formaban a la juventud noble. Tras el estudio de las Humanidades (Gramática, Historia, Poesía, Retórica) profundiza en Lógica y Metafísica (Escolástica) y destaca en Matemáticas y Latín; son estas dos últimas disciplinas -principalmente las Matemáticas- las únicas que considerará provechosas manifestando una profunda decepción por el contenido y método de enseñanza de las restantes. En 1616 realiza estudios de legislación en Poitiers, interesándose también por la Medicina. Al mismo tiempo se instruye en danza, equitación y esgrima. Se alista en la milicia -1618- combatiendo en la Guerra de los Treinta Años entre protestantes y católicos, primero en el bando protestante y después en el católico. Continua sus estudios de matemáticas y física. El 10 de Noviembre de 1619 tiene varios sueños que le convencen de que su misión es “la búsqueda de la verdad mediante el empleo de la razón”; en sueños dice descubrir los “fundamentos de una ciencia maravillosa” en la que se unifica todo el saber mediante un método racional, deduciéndolo todo a partir del pensamiento. Desde 1620 viaja por Europa (Holanda, Bretaña, Suiza, Venecia, Roma) buscando “aprender en el libro del mundo”. En 1628 tras una estancia en París donde encuentra “el mundo que se divierte” se instala en Holanda -el país más tolerante de Europa- para llevar una vida aplicada al estudio (“decidí alejarme de todos aquellos lugares y sitios donde conocidos y amigos pudieran distraerme de mis trabajos”) De esos “trabajos” destaca la redacción de El Discurso del Método (1637) y las Meditaciones Metafísicas (1641). En 1649 la reina Cristina de Suecia -interesada por la ciencia y la filosofía y que ya mantenía una correspondencia con Descartes- invita al filósofo a Estocolmo donde, tan sólo un año más tarde, muere. Otras obras son: Reglas para la dirección del ingenio -redactadas en el período 1625-1628 y publicadas póstumamente en 1701, Tratado del Mundo obra que a consecuencia de la condena de Galileo queda inacabada y no se publica hasta 1664, y el Tratado de las Pasiones escrita en 1645.

2.2 El Discurso como autobiografía y sistema. El proyecto filosófico de Descartes

El Discurso del Método aparece, en principio, como el retrato autobiográfico de su autor. En él Descartes nos cuenta las circunstancias que rodean la búsqueda (y hallazgo) de un nuevo método que, por una parte permite a la razón dirigirse hacia el conocimiento de la verdad y por otra confiere unidad al conjunto del saber. Pero además en el Discurso (el título completo es Discurso del método para dirigir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias, seguido de la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría, que son ensayos de este método) hallamos un sistema filosófico cuyos elementos son:

-los principios del método y su aplicación a la construcción de una nueva filosofía y-un resumen de metafísica, física y moral.
No es un “tratado” sino precisamente un “discurso”, una exposición de sus pensamientos, escrita en francés para asegurarse una mayor divulgación, y que tiene como fin acostumbrar a los lectores a un nuevo modo de filosofar.

2.2.1 Problemática general del cartesianismo. La unidad del saber y la necesidad de un método

¿Cómo saber con certeza que estamos en la verdad? ¿Es verdadero el conocimiento sólo porque nos lo parece -o nos lo han dicho, enseñado...-o hay un criterio objetivo para decidir sobre su validez? En definitiva, ¿existe algún modo de que los seres humanos lleguen a conocer alguna verdad absoluta, y en caso de que así fuera, cuál es ese modo? Estas preguntas son el punto de partida de la filosofía cartesiana comprometida en la búsqueda de un saber que esté fundamentado, esto es, de un saber del cual sea imposible dudar, vale decir de un saber que sea cierto. La búsqueda de la verdad (filosofía) implica, en Descartes, la búsqueda de la certeza. Certeza y verdad no son lo mismo: la certeza es un estado mental, la verdad una propiedad de las afirmaciones que, por lo general, se relaciona con la forma que tienen las cosas de ser en el mundo exterior. Mas Descartes cree que sólo si se tienen bases para la certeza es posible saber que se puede alcanzar la verdad. Esta búsqueda de la certeza (=lo indudable) es, además, el fundamento del proyecto cartesiano de unificación del saber. Descartes juzga que la razón humana es única (esto es, igual para todos y a todos debe llevar a las mismas conclusiones) y que las distintas ciencias no son sino sus manifestaciones, es decir, que más allá de la peculiaridad de cada disciplina particular -se distinguen en función de su dominio u objeto- todas las ciencias son la expresión de la misma razón, en palabras de Descartes:

“Todas las ciencias no son sino la sabiduría humana, que permanece siempre una y la misma por más que sean diferentes los objetos a los que se aplica”. Reglas para la dirección del espíritu I

El propósito de la filosofía de Descartes es lograr -sobre el supuesto aludido de que la razón es una- la unificación del saber. Dos circunstancias de la época de Descartes iban contra este propósito: la dispersión del saber en la ciencia escolástica y el renacimiento del escepticismo (el escepticismo había cobrado fuerzas en la obra de Miguel de Montaigne, un ensayista francés del siglo XVI).

En cuanto a la ciencia escolástica - si bien había entrado en crisis en el siglo XIV con Guillermo de Occam- lo cierto es que tres siglos después sigue siendo todavía el telón de fondo de la cultura europea (prueba de ello es la propia educación de Descartes en el colegio de La Fleche, donde se impartía una enseñanza escolástica, renovada por jesuitas españoles como Pedro Fonseca y Francisco Suárez). Descartes -como veremos- toma una posición fuertemente crítica contra la educación recibida, a la que considera un pseudosaber basado en un método (el silogístico) estéril e ineficaz. Rechazará así el razonamiento silogístico escolástico porque éste parte de primeros principios basados en la fe o en la autoridad, no en la razón, y porque la conclusión a la que se llega en el silogismo no es una verdad nueva sino que está incluida implícitamente en los principios de los que se parte, de modo que en vez de ser un método para descubrir nuevas verdades (un "ars inveniendi"), resulta ser un método de exposición de tesis -presuntas verdades- ya aceptadas de antemano por el argumentador (no es más que un método didáctico). Además de estas razones, el silogístico es un método ineficaz por la gran cantidad de reglas que utiliza, lo que va contra las condiciones, que para Descartes, ha de tener una buena demostración: simplicidad y claridad.

En cuanto al escepticismo, Descartes reacciona ante él con una actitud a la vez comprensiva y crítica. Por un lado, toma del escepticismo la duda universal como punto de partida (como una precaución para no aceptar más que lo que se imponga con total evidencia). Ahora bien, por otro lado, Descartes busca esta verdad evidente y no puede tomar, como el escéptico, la duda como un estadio definitivo.
Ante este panorama, Descartes está convencido de que la necesaria unidad del saber no se ha producido por la falta de un método adecuado. La tarea para Descartes va a ser buscar este método. De entre las ciencias que Descartes conocía sólo una podía figurar como modelo de conocimiento riguroso: la matemática. Sólo en ella encontrará Descartes un proceder absolutamente indudable. Ahora bien, lejos de sacar de ahí la consecuencia de que la matemática sea la única ciencia posible, lo que hace Descartes es preguntarse a qué se debe el hecho de que las otras ciencias no se encuentren a la misma altura que ella. Es decir, Descartes pretende obtener de la certeza matemática una lección sobre cómo ha de ser la ciencia en general. Para ello hay que ver por qué razón la matemática es absolutamente cierta. Pues bien, Descartes advierte que lo que se admite como conocimiento en las ciencias se suele hacer proceder de dos fuentes y de la colaboración entre ambas: experiencia y deducción (razón). Por deducción hay que entender el ir de una verdad a otra en la mente por el puro proceder de la mente. La deducción realizada conforme a este proceder necesario de la razón es absolutamente cierta: no cabe la posibilidad de dudar. De la otra fuente del conocimiento -la experiencia- no cabe decir lo mismo. La experiencia siempre puede ser engañosa, puede darnos ahora un resultado, luego otro; siempre podemos haber visto mal... Es decir, la experiencia es, por principio, incierta: cabe siempre dudar de ella. Pues bien, la matemática no recibe nada de la experiencia. La matemática es toda ella del entendimiento: proceder puro del entendimiento según su propia ley, dice Descartes. Las verdades que no admiten duda son verdades que no dependen en absoluto de la experiencia sino que construye el entendimiento en sí mismo. Este es el ideal de certeza, tomado de las matemáticas, que Descartes pretenderá ampliar al conjunto del saber: un proceder de la mente que signifique la imposibilidad absoluta de dudar. (Es una construcción de la mente que no tiene que ver en absoluto con lo arbitrario: las demostraciones matemáticas son construcción mental y sin embargo son el modelo de lo obligatorio). Este es el método que Descartes pretende aplicar a la filosofía para conseguir la absoluta certeza y, sobre ésta, la unidad del saber.
En definitiva, el proyecto cartesiano de unificación del saber sigue el siguiente plan:
1º La formulación de un método.2º La formulación de unas reglas de moral provisional (puesto que la moral definitiva sólo puede ser establecida al final, junto con el cuerpo de los saberes, y mientras tanto hay que seguir viviendo (para lo que se necesita unas reglas de conducta provisionales)).3º El desarrollo de las ciencias, comenzando con la metafísica, siguiendo con la física y concluyendo con las demás.

2.2 Primera Parte del Discurso del Método

Las ideas que Descartes propone en la primera parte del DM se resumen así:

Comienza por advertir que el buen sentido o razón -la facultad de juzgar bien y de distinguir lo falso de lo verdadero- está repartido en todos los hombres por igual. Lo que distingue a los hombres es el uso que hacen de él: el método. A continuación anuncia que ha tenido la fortuna de descubrir un nuevo método que proporciona la base para lograr la unidad del saber en una única ciencia. Para mostrar cómo ha llegado a él sin mérito especial, por circunstancias de su vida, cuenta su historia intelectual, sus estudios (su aprendizaje en los libros) y sus viajes (su aprendizaje en el gran libro del mundo). El resultado de ambos aprendizajes no puede ser más decepcionante, pues, aún procurando “adquirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil para la vida” se encuentra, sin embargo, en una situación de perplejidad radical. Todo es dudoso y en nada encuentra seguridad. Decide, por último, indagar la verdad en sí mismo, en su propio pensamiento.

En la referencia a sus estudios se contiene una crítica a la formación humanística y escolástica de la época. Destacan los ácidos comentarios que dedica a la filosofía (“no encontramos todavía en ella ninguna cosa sobre la cual no se dispute y que no sea, por lo tanto, dudosa...”). De todas las ramas del saber que Descartes evalúa tan sólo las matemáticas “por la evidencia y certeza de sus razones” escapan a su juicio negativo.

2.3 Las reglas del Método: -Evidencia -Análisis -Síntesis -Enumeración. El funcionamiento de la Razón: la intuición y la deducción . (Segunda Parte del Discurso del Método)

Resumamos: lo fundamental para la constitución del saber estriba en el método. La decepción cartesiana con el saber recibido supone y exige un nuevo método mediante el cual poder acceder a nuevos conocimientos; es tal la centralidad del método para el pensamiento que Descartes llega a escribir:
“ Es mucho más acertado no pensar nunca en buscar la verdad de cosa alguna que hacerlo sin método” Reglas para la dirección del espíritu I
En la segunda parte del Discurso es donde se exponen las reglas del método, precedidas de las circunstancias que rodearon su descubrimiento. Comenta Descartes que su decisión de buscar la verdad “en sí mismo”, esto es, de considerar como válidos únicamente aquellos contenidos de conciencia “legitimados” por la propia razón, le ha conducido a la formulación de un “método” que permite “llegar al conocimiento de todas las cosas de las que la razón es capaz”. Pero no quiere parecer ni presuntuoso ni revolucionario. Se limita a decir que las obras en las que intervienen varios son menos perfectas que aquellas en las que interviene uno solo y que su intención “no ha sido nunca otra que la de reformar sus propios pensamientos”. No obstante encuentra en la lógica, en el análisis geométrico y en el álgebra los fundamentos del método que resume en cuatro reglas o preceptos:

Evidencia - Análisis - Síntesis - Enumeración

a) Evidencia: Sólo se ha de aceptar como verdadero aquello que aparece con absoluta evidencia a la razón, es decir, lo que se presenta con tal claridad y distinción que es imposible dudar de ello.
b) Análisis: Dividir los problemas en tantas partes como sea posible... hasta llegar a sus elementos más simples (naturalezas simples ), los cuales se revelarán de inmediato como verdaderos o falsos (De lo complejo -compuesto- avanzamos hasta lo simple); la operación mental mediante la que se capta lo simple es la intuición
c) Síntesis: Conducir ordenadamente los pensamientos partiendo de los objetos más simples y fáciles de conocer hasta ascender progresivamente a los más complejos. Mediante la síntesis se procede ordenadamente a encadenar unas ideas a otras; Descartes llama deducción a esta operación de la mente.
d) Enumeración: Hacer “enumeraciones tan completas y revisiones tan generales” que estemos seguros de no omitir nada.

Consideraciones a las reglas del método

1. En la primera regla se establece un nuevo criterio de verdad: la evidencia. Lo verdadero es lo evidente que es definido por dos notas: claridad y distinción. Clara es una idea cuando está separada y es conocida separadamente de las demás ideas. Distinta es una idea cuando sus partes o compones son separados unos de otros y conocidos con interior claridad. Basta que un contenido mental se presente a mi espíritu con claridad y distinción para que el mismo sea verdadero. La verdad o falsedad de una idea no consiste, como para los griegos y los escolásticos, en la adecuación o conformidad con la cosa: las cosas existentes no nos son dadas en sí mismas sino que aparecen como ideas o representaciones a las cuales suponemos que corresponden realidades fuera del sujeto de conocimiento (yo). Pero el material del conocimiento no es nunca otro que ideas -de diferentes clases- y, por tanto, el criterio de la verdad de las ideas no puede ser -según este planteamiento- extrínseco, sino que debe ser interior a las ideas mismas: “las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas” (DM, IV) “es seguro que nunca tomaremos por verdadero lo falso si tan sólo prestamos asentimiento a lo que percibimos clara y distintamente” (Principios de filosofía, I)

La evidencia -ideas claras y distintas- se alcanza en la intuición. Esta operación de la inteligencia es inmediata (esto es, no mediada), es decir, revela directamente la verdad de la idea considerada por la mente. En la medida en que la inteligencia intuye evita la precipitación y la prevención a la hora de juzgar. La precipitación consiste en aceptar como verdadero lo que aún no es evidente, eso es, claro y distinto; la prevención, por el contrario, consiste en negarse a aceptar una idea a pesar de ser clara y distinta. En las “Reglas para la dirección del espíritu” Descartes define la intuición como “la concepción que aparece sin esfuerzo y tan distintamente en una mente atenta que quedamos completamente libres de duda en cuanto al objeto de nuestra comprensión”
Junto a la intuición, Descartes admite una segunda operación de la inteligencia: la deducción “todo lo que se concluye necesariamente a partir de otros hechos que son conocidos con certeza” Reglas III. Por la deducción “muchas cosas se conocen con certeza (es imposible la duda) aunque ellas mismas no sean evidentes”. Descartes la caracteriza como una especie de movimiento o sucesión del pensamiento que, en cada acto, va intuyendo cada cosa, separadamente, por lo que requiere de la memoria como soporte. La deducción es mediata y temporal.
2. La segunda y tercera regla del método expresan el camino que conduce a la evidencia misma: el análisis divide las dificultades (los problemas) hasta alcanzar los elementos simples, esto es, hasta alcanzar aquellas ideas que ya no admiten división -o sea, hasta alcanzar los elementos que constituyen el último término del conocimiento (a éstos los llama Descartes “naturalezas simples”) y que son objeto de intuición. La síntesis ordena las naturalezas simples en cadenas deductivas de modo que todo enlace entre aquéllas se imponga con evidencia. Resumiendo, se puede afirmar que es la búsqueda ordenada de lo simple lo que caracteriza el proceso metódico cartesiano. Se pretende reducir mediante el análisis todo lo complejo a sus elementos simples (“naturalezas simples”) que son intuidos, es decir, conocidos como ideas claras y distintas. Intuición y deducción son las dos únicas operaciones de nuestro entendimiento. El método se convierte así en una técnica de precaución que asegura que el funcionamiento natural de la razón no es desviado por factores ajenos a la misma. Descartes está convencido de que, igual que sucede en las demostraciones de la geometría, todas las cosas que el hombre puede conocer se siguen unas de otras según un orden que es posible reconstruir. La confianza en la razón es total ya que siguiendo ese orden y absteniéndose de tomar por verdadero lo que no sea tal, Descartes afirma que:
“no puede haber algunas -verdades- tan alejadas de nuestro conocimiento que no podamos, finalmente, conocer, ni tan ocultas que no podamos llegar a descubrir” (DM, II)
Una vez presentadas las reglas del método (único, adecuado a la razón también única) Descartes afirma que hasta el momento ha sido utilizado sólo en el ámbito de las matemáticas, produciendo resultados admirables. Nada impide -y Descartes va a hacerlo- aplicarlo a los demás ámbitos del saber, pero al advertir que “los principios de las ciencias se toman de la filosofía” tal aplicación se ejecutará en primer lugar sobre ella, sobre la “ciencia primera” o filosofía .

2.4 La moral provisional (III Parte del Discurso)

Mientras el edificio del saber está en construcción, Descartes “elabora” una “moral provisional” con el fin de “vivir con la mayor dicha posible”. Las máximas de esta moral se comentan en la tercera parte del Discurso. Son cuatro:
a)La primera máxima expresa una actitud de prudencia y cautela... Obedecer las leyes y costumbres del país donde a uno le toca vivir, ser fiel a su religión y seguir las opiniones más aceptadas. En caso de conflicto entre opiniones, decidirse por las más moderadas
b)La segunda es una regla de resolución y firmeza: una vez que se ha tomado una decisión, mantenerse firme en ella. (Actuar con resolución, aunque las acciones no sean correctas)
c)La tercera: “Procurar vencerme a mí mismo antes que a la fortuna”, esto es, “cambiar los propios deseos antes que el orden del mundo”
d)Pasar revista a todas las ocupaciones posibles para elegir la mejor. Para Descartes esta “mejor” no es otra que el “cultivo de la razón”, la filosofía.

3. La duda y el Cogito Los fundamentos de la certeza. Existencia y Naturaleza de Dios (Cuarta parte del Discurso; Meditaciones metafísicas 2ª)

La aplicación del método a la metafísica -que es por donde ha de comenzar el edificio del saber- exige partir, según la primera regla, de una primera verdad absolutamente evidente . Mientras no se alcanza tal verdad Descartes resuelve “rechazar como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda” (DM IV). En el texto de las Meditaciones el proceso que desencadena la duda es presentado así:
“ He advertido... que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas -lo edificado sobre ellas por fuerza ha de ser dudoso e incierto- así que es preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias... Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado, habiéndome procurado reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré seriamente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones. Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son todas falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade desde el principio para que no dé más crédito a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda. Y para eso tampoco hará falta que examine todas y cada una en particular, pues será un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente consigo la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas” (Meditaciones Metafísicas I) Recordemos que el propósito de la crítica cartesiana es alcanzar una certeza absoluta en nuestros conocimientos, mas para alcanzar tal fin necesita “al menos” una verdad indudable, una verdad inmediatamente evidente “tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no sean capaces de conmoverla” (DM 4). El camino hacia tal verdad exige dudar de todo, someter “todos los conocimientos” a la prueba de la duda, prueba que consiste en dejar fuera del ámbito de la verdad todo aquello de lo que no sea imposible dudar. La “duda” cartesiana presenta las siguientes características:-Es metódica: resultado de la aplicación del primer precepto del método. No es una duda escéptica sino justamente un “instrumento” provisional que exige “hacer un alto en el camino” y no continuar hasta no tener una seguridad racional plena. La duda escéptica es estacionaria, un fin en sí mismo; la duda métodica es un camino... para llegar a la verdad
-Es teórica: en el sentido de que no se aplica al ámbito de la acción, esto es, a la moral ( “costumbres”) sino sólo al plano de la teoría. La razón de esto está en que no es posible suspender el juicio en el terreno práctico, pues la vida nos exige actuar y tomar decisiones en todo momento (de ahí la necesidad de una moral aunque sea “provisional”)
-Es universal: en el ámbito teórico se extiende hasta los fundamentos de la totalidad de nuestras “opiniones”

3.1 La construcción de la duda (Motivos para dudar)

En primer lugar, es posible dudar de los conocimientos que nos llegan a través de los sentidos. La razón de ello es que los sentidos nos engañan a veces y es posible pensar que se prolongue ese engaño siempre; de acuerdo que no es probable que los sentidos nos engañen siempre, pero esto, la probabilidad, no basta: la probabilidad no es más que una aproximación a la verdad, pero no la verdad; lo que es sólo probable es dudoso y no se le puede dar más crédito que a lo manifiestamente falso;
“ Lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez” (Meditaciones Metafísicas I)
Mediante este primer motivo quedan en suspenso nuestros juicios acerca de la realidad -de cómo es la realidad- que tienen su origen en los sentidos; pero queda en pie la propia realidad del mundo externo. ¿ Es posible dudar de ella? Descartes considera que sí y para ello alude a la dificultad manifestada en algunas ocasiones para distinguir la vigilia del sueño. Hay sueños que semejan tal realidad que difícilmente se distinguen de la propia realidad, así que al no poder encontrar un criterio firme que distinga la realidad de las ilusiones del sueño también queda en suspenso la realidad del mundo.
“ En este momento, estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos de la vigilia, de que esta cabeza que muevo no está soñolienta... lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto como todo esto. Pero pensándolo mejor, recuerdo haber sido engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes. Y fijándome en este pensamiento, veo de un modo manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo. Así pues, supongamos ahora que estamos dormidos, y que todas estas particularidades, a saber: que abrimos los ojos, mobvemos la cabeza, alargamos las manos, no son sino mentirosas ilusiones; y pensemos que, acaso, ni nuestras manos ni todo nuestro cuerpo son tal y cmo los vemos” (Meditaciones metafísicas I)
A estas alturas lo único que queda a salvo son las verdades de la matemática; pues, duerma yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco y un cuadrado tendrá siempre cuatro lados. Los motivos anteriores no afectan al “saber matemático” ya que la matemática no hace propiamente referencia al mundo exterior, a la experiencia; la matemática es “construcción” en el entendimiento (la matemática no “deduce” las propiedades de los objetos esféricos que existen sino que determina las propiedades que tendría que cumplir una esfera si existiera). Sin embargo, Descartes encuentra un tercer motivo de duda, este más radical, que amplia la duda al saber matemático limitando su seguridad.

3.1.1 La “hipótesis” del genio maligno

En el texto del Discurso Descartes justifica la duda frente a las verdades matemáticas aduciendo que “como hay hombres que se equivocan al razonar, aun acerca de las más sencillas cuestiones de geometría...juzgué que estaba yo tan expuesto a errar como cualquier otro y rechacé como falsos todos los razonamientos que antes había tomado por demostraciones”. Es en las “Meditaciones Metafísicas” donde presenta un motivo que hace más verosímil la duda en el nivel de la matemática: Imagina que Dios, o un Genio maligno -en definitiva “un ser que lo pueda todo”- emplea todo su poder en engañarme de modo que cuando mi entendimiento piensa estar en lo cierto (p. ej: en una demostración matemática) está sin embargo en el error ya que la voluntad de ese ser “inteligente y todopoderoso” se complace en engañarnos.
La duda alcanza con esta “hipótesis” su máxima radicalidad: se cuestiona todo el orden del pensamiento, la racionalidad total, así como la correspondencia entre las cosas y sus imágenes ya sean representaciones o ideas, abarcando tanto las verdades físicas como las esencias matemáticas. La mera posibilidad de que exista ese ser “sumamente poderoso y astuto” que intencionadamente -a propósito- nos engaña en todo nos obliga a dudar de todo aunque no quisiéramos. Con esta hipótesis se entra realmente en el campo de una metafísica que problematiza toda la realidad cuestionándose los fundamentos últimos del ser y del pensar y la relación entre ellos.

3. 2 La salida de la duda: Cogito ergo sum. La naturaleza del “yo”

Sin embargo la duda cartesiana no desemboca en el escepticismo. Del hecho mismo de dudar surge la primera certeza. En efecto, si dudo, si estoy persuadido de que es posible que las cosas no sean como yo creo que son, que incluso es posible -¿cómo saberlo?- que la propia realidad de las cosas sea en definitiva nada, y de modo más radical, si pienso que las verdades de la matemática no son verdad por la existencia de una conciencia todopoderosa que me engaña, me queda, sin embargo y hasta paradójicamente algo de lo que no es posible dudar: que yo que pienso todo lo anterior existo. Pues, si yo soy nada, ¿cómo puedo dudar, cómo puedo estar persuadido de algo, cómo puedo ser engañado?
“Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este modo que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que yo indagaba” (DM IV)
“Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que soy; y engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinando todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar con cosa cierta que esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu” (Meditaciones Metafísicas II)

La afirmación pienso, luego existo (cogito, ergo sum ), se presenta como la primera certeza, capaz de resistir a todo posible motivo de duda, incluso al más radical de todos, el “genio maligno”. Puedo dudar de la totalidad de mi pensamiento pero no de que mi pensamiento es. El “cogito ergo sum” no es una deducción o un silogismo (“Todo lo que piensa existe. Yo pienso. Luego yo existo”) sino una intuición intelectual mediante la cual se “comprende” inmediatamente la conexión necesaria entre pensar y existir. Intuyo, sin ninguna deducción, la imposibilidad de que se de mi pensar sin mi existir. La primera verdad es la de que el sujeto, por dudar, por pensar, es (=existe). En las Meditaciones escribe:
“ Ahora bien: ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con claridad qué soy ... ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa ¿Y qué es una cosas que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente". (Meditaciones Metafísicas II)
¿ Qué soy? Sé con certeza que existo porque pienso, mientras puedo dudar de la existencia del mundo y de mi cuerpo. Luego sólo soy pensamiento (lo único que entiendo clara y distintamente en mi ser) o alma que no necesita del cuerpo para existir:
“ examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía fingir que carecía de cuerpo así como que no había mundo o lugar alguno en el que me encontrase, pero que, por ello, no podía fingir que yo no era, sino que por el contrario, sólo a partir de que pensaba dudar acerca de la verdad de otras cosas, se seguía muy evidente y ciertamente que yo era... llegué a conocer a partir de todo ello que era una substancia cuya esencia o naturaleza reside en pensar y que tal sustancia, para existir, no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De suerte que este yo, es decir, el alma, en virtud de la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, más fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no existiese, el alma no dejaría de ser cuanto ella es” (DM IV)
Resumamos: Descartes parte de su propia interioridad, de los pensamientos que descubre en sí mismo, y a partir de ahí llega a la existencia: el Yo como pensamiento que existe. Tenemos pues dos cosas: la existencia del yo y la naturaleza del yo -su atributo o propiedad principal, aquello que lo define y lo distingue de cualquier otra cosa-: el pensamiento. La evidencia se da sólo en el interior del sujeto; lo que es evidente es, ante todo, el acto de pensar, que “hay pensamiento”, que “hay ideas”. Lo pensado en la idea -el objeto del pensamiento- ya no es -contra la filosofía anterior- lo inmediatamente evidente.

3.3 El criterio de certeza

Al hallar la primera verdad, Descartes descubre al mismo tiempo lo que se requiere para estar cierto de algo, es decir, descubre el criterio general de certeza. En ese primer conocimiento (primera verdad) no hay más que una percepción clara y distinta. Por eso Descartes establece como regla general que todo cuanto se presente con igual claridad y distinción será verdadero.
“ ... juzgué que podía admitir como regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas” (DM IV)
Basta reflexionar sobre la primera verdad y ver qué es lo que la hace verdadera con entera certeza para universalizar ese rasgo y establecerlo como criterio general aplicable a toda verdad: las afirmaciones que posean ese rasgo ( claridad y distinción ) serán verdaderas y las que no lo posean no podrán ser tenidas por tales. El criterio de verdad queda establecido pero por el momento sólo en el grado en que, puesto que pienso algo claro y distintamente, es verdad que lo pienso. La existencia de la cosa pensada, en cambio, todavía no es afirmable, por muy clara y distintamente que dicho objeto parezca presentarse a nuestra mente. Ni siquiera las verdades matemáticas, tan claras y distintas, son absolutamente indudables mientras se mantenga la hipótesis del genio maligno. Al pensarlas como evidentes lo único que se desprende de ellas es que pienso, pero nada referente a su existencia:
“Así, por ejemplo, estimaba correcto que, suponiendo un triángulo, entonces era preciso que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos; pero tal razonamiento no me asegura que exista triángulo alguno en el mundo” (DM IV) Salir del pensamiento, recuperar los conocimientos que la prueba de la duda ha dejado fuera del campo de la verdad “exige” excluir la hipótesis del genio maligno, lo cual implica, no sólo demostrar previamente la existencia de Dios, sino también su veracidad.
“ ... a fin de poder suprimirlos del todo -los motivos de duda- debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer estas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna...” (Meditaciones III)
Si se demuestra que Dios existe y que Dios es veraz se seguirá -observa Descartes- que todo lo que percibo con las notas de claridad y distinción existe o es tal como yo lo percibo, pues si Dios me ha creado, no hubiera querido que yo me engañase cuando creo estar en lo cierto. En definitiva, después de eliminado el genio maligno (probado que Dios es veraz), los conocimientos quedarán fundamentados con igual evidencia que la primera certeza y garantizados -en su verdad- por la veracidad divina.

3.4 La existencia de Dios

El pensamiento es lo único que no puede separase del “yo”. Pensar es una actividad en la que “algo” se muestra, el contenido del pensar: las ideas. Descartes llama idea “a todo lo que hay en nuestra mente cuando concebimos una cosa”. Idea es así todo aquello que “atraviesa” la mente. La demostración de la existencia de Dios -necesaria para “saber con verdad si hay cosas fuera de mi” - se realiza ateniéndose únicamente a lo descubierto hasta el momento: el cogito -el pensamiento- y las ideas.
“Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo... ” (Meditaciones III)
Existen pues algunas ideas (pocas, pero las más importantes) que no son ni adventicias (venidas de fuera a través de los sentidos) ni facticias (inventadas por mí, fruto de mi imaginación). Son ideas que se encuentran en el yo y que no pueden provenir -en la visión cartesiana- ni de la experiencia externa ni tampoco son construidas a partir de otras, ¿cuál es su origen? La única contestación posible es que el pensamiento las posee en sí mismo, es decir, que son innatas. (Esta afirmación es una de las fundamentales del racionalismo: las ideas primitivas a partir de las cuales se construye el edificio del saber son innatas; por ejemplo, las ideas de “pensamiento” y “existencia” que se encuentran en la percepción misma del “Yo pienso, Yo existo”)
Entre estas ideas innatas encuentra Descartes la idea de perfección, a partir de la cual “descubre” que Dios es (existe). El hecho de dudar -afirma Descartes repetidas veces- implica una imperfección (“Hay más perfección en conocer que en dudar” DM IV) y puesto que yo dudo, soy imperfecto, lo cual equivale a afirmar que tengo en mí la idea de perfección, y en concreto la idea de un ser más perfecto que yo, en último término la idea de un ser sumamente -infinitamente- perfecto. ¿De dónde procede esa idea?
“ era cosa manifiestamente imposible que tal idea procediese de la nada. Y por ser igualmente repugnante que lo más perfecto sea consecuencia y dependa de lo menos perfecto que pensar que de la nada provenga algo, no podía tampoco proceder de mí mismo. De suerte que era preciso que hubiera sido puesto en mí por una naturaleza que fuera verdaderamente más perfecta que yo y que poseyera todas las perfecciones de las que yo pudiera tener alguna idea, o lo que es igual, para decirlo en una palabra, que fuese Dios” (DM IV)
La idea de Dios (ser infinitamente perfecto) no es una idea adventicia, pues nada hay en la experiencia infinitamente perfecto. Y tampoco puede ser una idea facticia, construida a partir de la idea de lo finito por vía negativa. Según Descartes, es al revés: mi idea de lo finito supone la de lo infinito, la idea de imperfección la de perfección (no podríamos ser conocedores de nuestra finitud y de nuestras limitaciones a no ser que pudiéramos compararnos con la idea de un ser infinito y perfecto). Por lo tanto, la idea de Dios es innata y en su causa (tiene que tener una causa) ha de haber al menos tanta perfección como la que la idea re-presenta; mas siendo yo limitado -imperfecto (dudo )- es claro que no puedo ser la causa de la idea de perfección. Luego -concluye Descartes- su causa ha de ser Dios mismo. Además, Dios por su propia naturaleza (la perfección) es veraz, es decir, no puede engañar, porque el engaño viene siempre de algún defecto: pretender engañar -nos dice Descartes- no es, en realidad, un signo de potencia sino cierto indicio de debilidad, en definitiva, de imperfección, y, por tanto, no puede darse en Dios.
Descartes añade aun dos pruebas más que le muestran que no está solo en el mundo:
a. Aunque es evidente que el yo existe, es también evidente que no se dio la existencia a sí mismo, pues de ser así se darían todas las perfecciones que es capaz de pensar. Esto es, Dios no es sólo la causa de mi idea de Dios sino también es la causa de mi ser ya que si fuéramos nuestra propia causa nos habríamos dado “realmente” toda la perfección de que tenemos idea.
b. El argumento ontológico cartesiano: Esta última prueba es la más difundida y típica del racionalismo cartesiano:“ ... advertí que nada había en ellas -en las demostraciones de la geometría- que me asegurase de la existencia de su objeto. Así, por ejemplo, estimaba correcto que, suponiendo un triángulo, entonces era preciso que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos; pero tal razonamiento no me aseguraba que existiese triángulo alguno en el mundo. Por el contrario, examinando de nuevo la idea que tenía de un Ser Perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en la misma de igual forma que en la del triángulo está comprendida la de que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos o en la de una esfera que todas sus partes equidisten de un centro, e incluso con mayor evidencia. Y, en consecuencia, es por lo menos tan cierto que Dios, el Ser Perfecto, es o existe como lo pueda ser cualquier demostración de la geometría” (DM IV)
Dios es una esencia que incluye su existencia (una naturaleza que existe necesariamente). El intelecto capta de modo “simultáneo” la idea de Dios y la existencia de Dios; es la misma operación que se realiza al establecer el “Yo pienso, Yo existo”; la mente “ve” con claridad y distinción que Dios (ser perfecto) no puede no existir ya que se incurriría en una contradicción: admitir la perfección suma y, por otro, una limitación a esa perfección, la de su no existencia. No hay idea de Dios que pueda ser pensada sin ser pensada como existente:
“Pero aunque, en efecto, yo no pueda concebir un Dios sin existencia, como tampoco una montaña sin valle, con todo, como de concebir una montaña con valle no se sigue que haya montaña alguna en el mundo, parece asimismo que de concebir a Dios dotado de existencia no se sigue que haya Dios que exista; pues mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas; y así como me es posible imaginar un caballo con alas, aunque no haya ninguno que las tenga, del mismo modo podría quizás atribuir existencia a Dios, aunque no hubiera un Dios existente. Pero no es así: precisamente bajo la apariencia de esa objeción es donde hay un sofisma oculto. Pues del hecho de no poder concebir una montaña sin valle, no se sigue que haya en el mundo montaña ni valle alguno, sino sólo que la montaña y el valle, háyalos o no, no pueden separarse uno de otro; mientras que, del hecho de no poder concebir a Dios sin la existencia, se sigue que la existencia es inseparable de El, y, por tanto, que verdaderamente existe. Y no se trata de que mi pensamiento pueda hacer que ello sea así, ni de que imponga a las cosas necesidad alguna; sino que al contrario, es la necesidad de la cosa misma - a saber, la existencia de Dios- la que determina a mi pensamiento para que piense eso. Pues yo no soy libre de concebir un Dios sin existencia (es decir un ser sumamente perfecto sin perfección suma), como sí lo soy de imaginar un caballo con alas o sin ellas" (Meditaciones III)
La idea de Dios, por su esencia misma, impone a la cosa pensante (Yo) la verdad de su existencia. Probada así la existencia de Dios y conocida su naturaleza que incluye la veracidad tenemos un último fundamento del criterio de verdad. El Dios cartesiano garantiza la aplicación general del criterio de verdad (la claridad y distinción): todas las cosas que concibamos clara y distintamente son verdaderas tal y como las concebimos. El yo “puede fiarse” de Dios
“Y aunque haya necesitado una muy atenta consideración para concebir esta verdad -Dios existe- sin embargo, ahora, no sólo estoy seguro de ella, sino que, además , advierto que la certidumbre de todas las demás cosas depende de ella tan por completo, que sin ese conocimiento sería imposible saber nunca nada perfectamente” (Meditaciones III)
“la razón nos dicta que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad, pues no sería posible que Dios que es sumamente perfecto y veraz las haya colocado en nosotros careciendo del mismo”(DM IV)
Es ahora cuando alcanzo una “certeza metafísica” acerca de la existencia de un mundo independiente de mi mente. Dios crea mi razón y mi inclinación a creer en tal mundo; es ahora cuando conozco que siendo Dios bondadoso y “veraz” no permitiría que yo me engañase cuando sigo mi razón y mi inclinación. La razón y la verdad dependen en última instancia del poder de Dios.

4. Teoría de la substancia. El problema de la comunicación de las sustancias en Descartes y en el Racionalismo posterior

La definición cartesiana mas precisa de lo que es sustancia se encuentra en el texto de los Principios de Filosofía:
“ Cuando concebimos la sustancia, concebimos solamente una cosa que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra para existir” (Principios ƒ 51)
De esta definición se seguiría que sólo Dios es sustancia, puesto que sólo Dios tiene una existencia independiente, autosuficiente... (las “criaturas” necesitan del concurso de Dios para ser). Por esta razón, Descartes distingue entre la sustancia infinita (Dios), y la sustancia finita (que se llama sustancia no en el mismo sentido que Dios)
¿ Qué sustancias finitas hay? Además de Dios, sabemos -puesto que se nos presentan con las notas de claridad y distinción- que hay dos realidades conocidas que no se pueden reducir la una a la otra -esto es, que son independientes entre sí, aunque dependientes de Dios- y a las cuales se pueden reducir todas las demás, a saber: la extensión y el pensamiento.
“ La noción que tenemos así de la sustancia creada se refiere de la misma manera a todas, es decir, a las que son inmateriales como a las que son materiales o corporales; pues, para entender que son sustancias, sólo hace falta que nos apercibamos de que pueden existir sin la ayuda de ninguna cosa creada” (Principios ƒ 52)
La caracterización de ambas sustancias se fundamenta en la indagación reflexiva que el sujeto lleva a cabo en sí mismo, la cual le permite darse cuenta de que lo material y lo anímico son órdenes “independientes” el uno del otro “El alma, en virtud de la cual, yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo” (DM IV). Quiere esto decir que por una parte veo que nada pertenece a mi esencia -según ésta es afirmada en el “cogito ergo sum”- excepto que soy una cosa pensante e inextensa (“tal sustancia para existir no tiene necesidad de lugar alguno DM IV ). Y por otra parte, la extensión -la espacialidad- se afirma en el hecho de que tengo una idea clara y distinta de los cuerpos como cosas extensas y no pensantes. Descartes llama al alma res cogitans (realidad o sustancia pensante) y al cuerpo y todo lo material res extensa.
Hay, pues, dos sustancias finitas: aquella cuyo atributo (propiedad esencial) es el pensamiento y aquella cuyo atributo es la extensión. El dualismo es radical: lo que es extenso no piensa y lo pensante no es extenso. El atributo constituye, como decimos, la esencia de la sustancia y se identifica con ella. Las diversas formas como está dispuesta la sustancia se llaman modos. Así un cuerpo (sustancia) es extensión (atributo) que tiene una determinada figura y movimiento (modos de la extensión), mientras que los modos del pensamiento son múltiples: juzgar, razonar, querer, memorizar, imaginar...,todos ellos actos conscientes (pensamiento y conciencia son intercambiables, no hay lugar en el cartesianismo para el inconsciente que será ignorado por la psicología occidental prácticamente hasta Freud).
La res cogitans abarca exclusivamente el pensamiento. Y todo lo que no es el pensamiento, entre las sustancias finitas, es res extensa. La extensión es el único ser de lo que percibimos como res extensa, porque es todo lo que percibimos clara y distintamente de ello.
“ Todo lo que puede atribuirse a un cuerpo presupone la extensión, y es tan sólo cierto modo de la cosa extensa, así como también todo lo que hallamos en la mente son sólo diversos modos del pensar” (Principios ƒ 52)
“ Reconozco que no hay nada que pertenezca a la naturaleza o esencia de los cuerpos, sino que es una sustancia extensa en longitud, anchura y profundidad, capaz de diversas figuras y movimientos, y que esas figuras o movimientos no son otra cosa que modos, que jamás puede ser sin ellas” (Respuestas a las objeciones)
Por tanto, el mundo exterior (los cuerpos) “esencialmente” no son más que espacio y, en consecuencia, es susceptible de ser estudiado por la geometría. Al afirmar esto Descartes contribuye de modo decisivo al ideal de la matematización del saber físico. Al igual que Galileo, Descartes viene a afirmar que sólo son “cualidades objetivas” de los cuerpos aquellas que pueden ser medidas: la figura y el movimiento. Una cosa material no es más que algo que ocupa el espacio (en cierto sentido es un trozo de espacio) y nada más. Ahora bien ¿no es cierto que una cosa cualquiera presenta una determinada textura, color, temperatura...? ¿no son esas “cualidades” también la “cosa”? La respuesta de Descartes es que no. En la Meditación II propone que tomemos un trozo de cera en nuestras manos. Tiene un determinado tamaño y forma, un tacto sólido, color... para nosotros se presenta como resultado de esa combinación de propiedades; pero si lo ponemos ante el fuego, cada una de estas propiedades varía: se hace líquido, adquiere una forma diferente, se calienta, cambia de color, de olor... sin embargo seguimos diciendo que es la misma cera. Pues bien ¿qué es lo que sigue siendo igual? ¿no es cierto que no hay nada que siga siendo igual? Descartes responde: sí que lo hay y es la ocupación del espacio, es decir, la extensión, el resto de las cualidades o propiedades de los objetos no son reales (objetivas), sino subjetivas (dependen del sujeto), no son claras y distintas sino confusas y oscuras; la sustancia extensa puede ser concebida sin necesidad de acudir a las cualidades subjetivas (llamadas secundarias) pero no privada de la figura y el movimiento, esto es, de los modos de la extensión.
Esta reducción del ámbito de lo objetivo a las cualidades primarias (figura y movimiento) es el fundamento del mecanicismo cartesiano: el movimiento de partes extensas es el único principio de explicación de los fenómenos de la naturaleza. El mecanicismo no sólo abarca el ámbito de la física, sino también el de la biología: los cuerpos son considerados máquinas regidas por las leyes físicas (leyes mecánicas). La vida se reduce a movimiento mecánico, en particular, en los animales que carecen de alma y pensamiento. En el caso del hombre, Descartes tiene que explicar la relación entre “alma” y “cuerpo”: es el problema de la “comunicación” de las sustancias.

3.1 El problema de la comunicación de las sustancias

Res cogitans y res extensa son distintas e independientes la una de la otra. Es decir, el alma es una realidad espiritual, simple e indivisible; el cuerpo es una realidad material (extensa). Siendo esto así ¿cómo explicar la interacción que se da entre ambas, el hecho evidente de que la mente (espíritu, alma) “mueve” el cuerpo provocando cambios en el mundo físico? Este problema es la versión moderna del problema de las relaciones entre alma y cuerpo, entre mundo material y mundo suprasensible.
La solución que ofrece Descartes ha sido juzgada como el punto más débil de su sistema. Mantiene que el alma está verdaderamente unida a todo el cuerpo, aunque luego la localiza en la glándula pineal como su sede, desde donde ejerce sus funciones. En ese lugar del cerebro confluyen y se unifican todas las impresiones o imágenes transmitidas por los sentidos a través de los nervios; desde allí también actúa el alma modificando los músculos y provocando el movimiento del cuerpo. En esta interacción es claro para Descartes que es el alma quien siente, no el cuerpo, aun cuando las sensaciones sean ideas confusas, maneras confusas del pensar; es claro, también, que es el alma quien percibe o sufre las pasiones -el deseo, tristeza, alegría, admiración, odio...- Esta respuesta cartesiana compromete seriamente una de las tesis centrales del sistema ya que el situar el alma en un punto material -extenso- es contradictorio con la definición de la res cogitans como no extensa y viceversa.
El problema de la comunicación de las sustancias es crucial en todos los sistemas racionalistas. Las soluciones que se plantean al mismo son:
-Ocasionalismo. Desarrollado principalmente por Arnold Geulincx (1624-1669) y Malebranche (1638 -1715). Los “ocasionalistas” sostienen lo siguiente: el hombre no es más que un espectador, no actor, en este mundo. No ve las cosas en sí, sino gracias a Dios que se encuentra presente en ellas y en el hombre. Este sólo puede actuar como espíritu sobre su pensamiento, pero no sobre los miembros corporales que son extensión, materia (lo mismo ocurre respecto a esa materia sobre el espíritu). No es el hombre, pues, quien causa los movimientos de su propio cuerpo; no digamos de las cosas. Es Dios el que con ocasión de dar un pensamiento al alma causa, a la vez, el movimiento correspondiente en el cuerpo. De esta forma alma y cuerpo no son más que ocasiones para que Dios actúe (Los movimientos del cuerpo, los deseos del alma, son únicamente ocasiones de las que Dios se sirve para realizar sus decretos) Dios ha establecido una armonía radical entre alma y cuerpo, entre los deseos del alma y los movimientos del cuerpo. Además vigila persistentemente para que esa armonía no desaparezca. Es algo que constituye un milagro permanente. Esta tesis -huelga decirlo- elimina la libertad humana, ensalzando la acción divina, a la vez que anuncia un radical panteísmo
-Monismo Panteísta: La solución de Baruch Spinoza (1632-1677). Considera que la sustancia pensante y la sustancia extensa no son más que dos atributos de la única sustancia real: Dios. Esta sustancia única, infinita es Deus sive Natura, la totalidad de lo real, con lo que las partes no son autosuficientes, independientes... las almas y los cuerpos individuales son los infinitos modos en los que se manifiestan los atributos de esa sustancia única.
-Armonía preestablecida: Concepto clave en el sistema de Leibniz (1646-1716) La correspondencia entre cuerpos y almas es la esencia misma del “arte divino”, pues expresa y representa al propio Dios, como armonía . Es Dios quien, en su cálculo eterno preestablece la armonía entre cada alma y su cuerpo. Es la precisión absoluta de la matemática divina lo que permite que alma y cuerpo sean luego plenamente heterogéneos: material y divisible uno, formal e indivisible la otra (dos relojes que marchan sincrónicamente, no por azar, sino por obra de Dios)

El texto de Descartes


DESCARTES, Discurso del método, cuarta parte (trad. E. Bello Reguera, Madrid, Tecnos, 1994, pp. 44-52).

“No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones que allí he hecho, pues son tan metafísicas y tan fuera de lo común que tal vez no sean del gusto de todos. Sin embargo, con el fin de que se pueda apreciar si los fundamentos que he establecido son bastante firmes, me veo en cierto modo obligado a hablar de ellas. Desde hace mucho tiempo había observado que, en lo que se refiere a las costumbres, es a veces necesario seguir opiniones que tenemos por muy inciertas como si fueran indudables, según se ha dicho anteriormente; pero, dado que en ese momento sólo pensaba dedicarme a la investigación de la verdad, pensé que era preciso que hiciera lo contrario y rechazara como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, hecho esto, no quedaba en mi creencia algo que fuera enteramente indudable. Así, puesto que nuestros sentidos nos engañan algunas veces, quise suponer que no había cosa alguna que fuera tal como nos la hacen imaginar.
Y como existen hombres que se equivocan al razonar, incluso en las más sencillas cuestiones de geometría, y cometen paralogismos, juzgando que estaba expuesto a equivocarme como cualquier otro, rechacé como falsos todos los razonamientos que había tomado antes por demostraciones. Y, en fin, considerando que los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos pueden venirnos también cuando dormimos, sin que en tal estado haya alguno que sea verdadero, decidí fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras quería pensar de ese modo que todo es falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuera alguna cosa. Y observando que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de socavarla, juzgué que podía admitirla como el primer principio de la filosofía que buscaba.
Al examinar, después, atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo y que no había mundo ni lugar alguno en el que me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no existía, sino que, al contrario, del hecho mismo de pensar en dudar de la verdad de otras cosas se seguían muy evidente y ciertamente que yo era; mientras que, con sólo haber dejado de pensar, aunque todo lo demás que alguna vez había imaginado existiera realmente, no tenía ninguna razón para creer que yo existiese, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza no es sino pensar, y que, para existir, no necesita de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo e incluso más fácil de conocer que él y, aunque el cuerpo no existiese, el alma no dejaría de ser todo lo que es.
Después de esto, examiné lo que en general se requiere para que una proposición sea verdadera
y cierta; pues, ya que acababa de descubrir una que sabía que lo era, pensé que debía saber también en qué consiste esa certeza. Y habiendo observado que no hay absolutamente nada en pienso, luego soy que me asegure que digo la verdad, a no ser que veo muy claramente que para pensar es preciso ser, juzgué que podía admitir esta regla general: las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; si bien sólo hay alguna dificultad en identificar exactamente cuáles son las que concebimos distintamente.
Reflexionando, a continuación, sobre el hecho de que yo dudaba y que, por lo tanto, mi ser no era
enteramente perfecto, pues veía con claridad que había mayor perfección en conocer que en dudar, se me ocurrió indagar de qué modo había llegado a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí con evidencia que debía ser a partir de alguna naturaleza que, efectivamente, fuese más perfecta. Por lo que se refiere a los pensamientos que tenía de algunas otras cosas exteriores a mí, como el cielo, la tierra, la luz, el calor, y otras mil, no me preocupaba tanto por saber de dónde procedían, porque, no observando en tales pensamientos nada que me pareciera hacerlos superiores a mí, podía pensar que, si eran verdaderos, era por ser dependientes de mi naturaleza en tanto que dotada de cierta perfección; y si no lo eran, que procedían de la nada, es decir, que los tenía porque había en mí imperfección. Pero no podía suceder lo mismo con la idea de un ser más perfecto que el mío; pues, que procediese de la nada era algo manifiestamente imposible; y puesto que no es menos contradictorio pensar que lo más perfecto sea consecuencia y esté en dependencia de lo menos perfecto, que pensar que de la nada provenga algo, tampoco tal idea podía proceder de mí mismo. De manera que sólo quedaba la posibilidad de que hubiera sido puesta en mí por una naturaleza que fuera realmente más perfecta que la mía y que poseyera, incluso, todas las perfecciones de las que yo pudiera tener alguna idea, esto es, para decirlo en una palabra, que fuera Dios (...)
Quise buscar, después, otras verdades y, habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que concebía como un cuerpo continuo o un espacio indefinidamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diversas partes, que podían tener diferentes figuras y tamaños, y ser movidas o trasladadas de todas las maneras posibles, pues los geómetras suponen todo esto en su objeto, repasé algunas de sus más simples demostraciones. Y habiendo advertido que la gran certeza que todo el mundo les atribuye sólo está fundada en que se las concibe con evidencia, siguiendo la regla antes formulada, advertí también que no había en ellas absolutamente nada que me asegurase la existencia de su objeto. Porque, por ejemplo, veía bien que, si suponemos un triángulo, sus tres ángulos tienen que ser necesariamente iguales a dos rectos, pero en tal evidencia no apreciaba nada que me asegurase que haya existido triángulo alguno en el mundo. Al contrario, volviendo a examinar la idea que tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en ella del mismo modo que en la de un triángulo está comprendido el que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, o en la de una esfera, el que todas sus partes equidistan de su centro, e incluso con mayor evidencia; y, en consecuencia, es al menos tan cierto que Dios, que es ese ser perfecto, es o existe, como puede serlo cualquier demostración de la geometría”.

miércoles, 9 de enero de 2008

Pregunta de análisis

Hola, de nuevo a todos.

Esta pregunta es sencilla pero obligatoria.
¿Cuál es la clave del texto de San Agustín?

¿Qué relación tiene con la Trinidad?

Es sencilla en clase daré las claves para poder leer el texto.
La fecha tope de respuesta es el viernes 11 de enero.

La respuesta no tiene que superar las 4 o 5 líneas.

Feliz año a todos y a trabajar.

Un abrazo

Análisis de San Agustín

S.Agustín de Hipona


Un buen comentario de texto debe ser capaz de explicar el texto a partir de los tópicos (temas, teorías) característicos de un autor y de su época. Lo que vamos a intentar a continuación es exponer los tópicos principales del agustinismo en la medida en que puedan reconocerse en el texto de La Ciudad de Dios.
En este texto, Agustín argumenta intentando demostrar la doctrina cristiana del hombre como imagen de Dios. Su tesis es que el hombre ocupa un lugar especial en la Creación por el hecho de estar hecho “a imagen y semejanza de Dios” y que la imagen de Dios que es el ser humano puede hallarse en la interioridad de éste. Agustín se refiere a un sentido interior, en el cual y por el cual todo ser humano está absolutamente cierto de que es, conoce que es y ama su ser y su conocer, dando a entender que estas tres dimensiones del ser humano (su ser, su conocimiento y su amor) son precisamente la imagen del Dios uno y trino del cristianismo. En el curso de su argumentación, Agustín entra en polémica con el escepticismo, intentando señalar el camino por el que puede superarse la actitud escéptica y dar un nuevo sentido a la búsqueda del conocimiento y de la felicidad.

Así pues, tenemos en este texto referencias más o menos directas a:
1) El Trinitarismo agustiniano.
2) El Creacionismo agustiniano.
3) El Ejemplarismo agustiniano.
4) El Interiorismo agustiniano.
5) El Eudemonismo agustiniano.

1. El trinitarismo agustiniano

El texto comienza afirmando la presencia de una imagen de Dios en nosotros, en los seres humanos, para inmediatamente después aclarar que el Dios del que se está hablando es el Dios uno y trino, cuya naturaleza se venían esforzando en comprender los teólogos cristianos, tanto griegos como latinos desde la época del concilio de Nicea. Es imprescindible analizar la manera peculiar que Agustín tiene de comprender el dogma de la Trinidad, puesto que esa manera va a marcar la línea divisoria entre la teología cristiana en lengua griega y la teología cristiana en lengua latina, siendo ésta la que se impondrá oficialmente en el Occidente medieval (y en el mundo católico hasta nuestros días).
En general, los teólogos cristianos en lengua griega tendieron a asimilar la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) a la tríada de las hipóstasis neoplatónicas (el Uno, la Inteligencia y el Alma del Mundo). Así, cuando hablaban de Dios se referían, sobre todo, al Padre, y lo hacían en unos términos muy próximos a los que describen al Uno neoplatónico, a pesar del carácter claramente impersonal que el Uno, como principio ontológico general, fundamento de todo pensar y de todo ser, tiene en el neoplatonismo. Naturalmente hablaban también del Hijo como la Inteligencia, Razón (Logos) o Sabiduría del Padre, y del Espíritu Santo, considerándolos a posteriori como de la misma sustancia (homoiousía) que el Padre, tal como rezaba la fórmula aprobada por el concilio de Nicea (una ousía, tres hipóstasis). La asimilación de la segunda persona, el Hijo, a la Inteligencia permitía una interpretación filosófica de aquellos pasajes de las Escrituras en que se habla del Logos divino como principio en el que fueron creadas todas las cosas (p.e. el Génesis: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra...”, y el Evangelio de S.Juan: “En el principio era el Logos y el Logos era Dios...”). La segunda hipóstasis de la Trinidad sería así la Mente divina que contiene la totalidad del “mundo inteligible” platónico, es decir, el conjunto de las Formas o modelos ejemplares conforme a los cuales Dios crea el mundo como un Orden en el que cada cosa es lo que es, ocupa el lugar que ocupa y se comporta del modo como lo hace por llevar en su seno una forma creada a imagen de la Idea divina correspondiente e imprimida por Dios en la materia (también creada junto con la forma). Finalmente el Espíritu Santo, la tercera hipóstasis, podía asimilarse al Alma del Mundo, entendida como el espíritu vivificador que, como principio del movimiento, anima a la totalidad de las cosas creadas.
Sin embargo, algunos teólogos cristianos, sobre todo los de lengua latina, entre ellos S.Agustín, veían en estas asimilaciones una serie de peligros que ponían en entredicho el sentido de la experiencia cristiana de la fe tal como ellos la entendían.
En primer lugar, la asimilación de Dios, entendido prioritariamente como sinónimo de “el Padre”, con el Uno ponía a Dios no sólo más allá del pensamiento, cosa que también suscribe Agustín al decir que la esencia divina es incomprensible e inefable, sino también “más allá de la esencia”, lo que supone la pérdida de toda determinación por parte de Dios y su identificación con un principio ontológico impersonal, del cual no cabe ni siquiera decir que sea, pues esto equivaldría a decir que participa del Ser y, por tanto, que no es principio. La teología griega cede así a la presión que el regressus platónico ejerce sobre el pensamiento acerca del ser, viéndose obligada a situar a Dios “más allá de la esencia” so pena de convertirlo en un ente que, como tal, dependería de un principio superior. Agustín resiste a esta presión afirmando que Dios es el Ser mismo (ipsum esse), el único del que cabe decir que es verdaderamente porque es eterno e inmutable, el único del que cabe decir que tiene esencia en sentido pleno, en contraste con la totalidad de lo creado, cuyo ser, radicalmente distinto del ser de Dios, es temporal (extraído de la nada y destinado a la nada) y mutable (con la nada corroyendo continuamente su identidad).
En segundo lugar, la primacía del Padre como primera hipóstasis podía implicar que, como ocurre en el neoplatonismo, las otras dos hipóstasis se considerasen ontológicamente “inferiores”, que la generación del Hijo por el Padre y la procedencia del Espíritu Santo de los dos anteriores, significase un descenso en la jerarquía de los grados de perfección, pues en el neoplatonismo la Inteligencia procede del Uno pero es inferior al Uno y el Alma del Mundo procede la Inteligencia pero es inferior a la Inteligencia. En cambio, el dogma trinitario del cristianismo señala precisamente que las tres hipóstasis (o “personas” como se tradujo “hipóstasis” al latín) son la misma sustancia (homoiousía), son uno y el mismo Dios. Por lo demás, en el trinitarismo cristiano la tercera persona no procede sólo de la segunda, sino de las dos primeras, del Padre y del Hijo (filioque).
En tercer lugar, la identificación de la tercera hipóstasis neoplatónica, el Alma del Mundo, con la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, dado que éste es el mismo Dios, podía implicar un cierto “panteísmo” (afirmación de que todo es Dios), una cierta “divinización” del Mundo, lo que pondría en entredicho la total trascendencia de Dios al mundo, la absoluta diferencia ontológica entre el Creador y lo creado. En consecuencia, la presencia del Espíritu santo en el mundo se restringirá al alma humana poseída por el amor divino a través de la Gracia dispensada por los Sacramentos. Así pues, el ámbito donde el Espíritu Santo desplegará su eficacia vivificadora será la comunidad de los creyentes en Cristo, esto es, la Iglesia.
Sin embargo, como podemos leer en el capítulo XXIV del libro XI de la Ciudad de Dios (anterior al del texto de selectividad), Agustín establece que la Trinidad se insinúa en todas sus obras, en las cosas creadas, a través de un modo secreto de hablar, sobre todo cuando respecto de éstas hacemos la triple pregunta: ¿Quién la ha hecho? ¿a través de qué medio? y ¿por qué?, es decir, cuando preguntamos por la causa eficiente de su existencia, por la causa formal (de su esencia) y por la causa final y la razón de ser de su existencia. Pues para Agustín la mera existencia de las cosas delata la existencia del Padre, el que toda cosa tenga una esencia, es decir, caiga bajo alguna especie o forma inteligible, delata la existencia del Hijo (el Verbo o Sabiduría del Padre) y el que toda cosa realice la perfección (el bien) que le es propia delata la existencia del Espíritu Santo (la bondad o santidad de la voluntad divina, el amor del Padre y del Hijo). Pero con estas consideraciones entramos ya en los dos siguientes temas agustinianos presentes en el texto: el tema del Creacionismo y el tema del Ejemplarismo.

2. El Creacionismo agustiniano

Desde Filón de Alejandría, el filósofo judío alejandrino de cultura helénica que vivió en el s. II a.C, el relato de la creación que se encuentra en el Génesis venía siendo interpretado en el sentido de que Dios no crea el mundo a partir de sí mismo, de su propio ser –lo que cuestionaría su trascendencia-, ni a partir de ninguna otra realidad preexistente –lo que cuestionaría su omnipotencia-, sino a partir de la nada. El ser de las cosas creadas procede, pues, de la nada. Y precisamente en esto se cifra la omnipotencia de Dios y su trascendencia respecto del mundo: en poder haber hecho todo de la nada. Además Dios no crea forzado por necesidad alguna, interna o externa, ni para remediar ninguna carencia, sino únicamente y exclusivamente porque quiere. El acto creador es totalmente gratuito, por lo que el ser de las cosas creadas es absolutamente contingente, sólo Dios es absolutamente necesario. Y siendo Dios sumamente bueno, este acto creador de la libre voluntad divina es un acto de amor. Dios podría no haber querido crear el mundo y su bondad no se habría visto menguada por ello, del mismo modo que no se ha visto incrementada por el hecho de haberlo creado. Todo lo creado es bueno, pero sólo porque Dios lo ha creado.
Para Agustín, que las cosas han sido creadas es algo que demuestra el carácter temporal de su existencia, su propia temporalidad y mutabilidad. Todo cambio (nacer y perecer, devenir) necesita una causa eficiente que lo produzca y ninguna cosa puede producirse a sí misma, pues necesitaría existir antes de existir. Por tanto, debe existir un ser eterno e inmutable que sea causa de la existencia de las cosas temporales y mutables. Evidentemente esto plantea a Agustín el problema de la creación y el tiempo, del que ya hablamos en clase.
Del mismo modo, que las cosas han sido creadas por un Creador Sabio o Inteligente es algo que demuestra el hecho de que estén ordenadas en géneros y especies y, además, sujetas a las leyes del número y la medida. Que una cosa sea lo que es, que tenga una naturaleza o esencia, significa, para el platónico Agustín, que esa cosa participa de una Forma inteligible, esto es, que hay una causa formal o ejemplar por la que esa cosa es lo que es y, naturalmente, esa Forma inteligible, ese modelo ejemplar, es la Idea de la cosa tal y como está en la Mente o Inteligencia divina.
Por último, el carácter teleológico y la armonía de los movimientos de las cosas, el hecho que de las cosas parecen obedecer pautas fijas de comportamiento que las inclinan hacia la conservación de su existencia y hacia la realización de los fines que son propios de su naturaleza y que, por tanto, constituyen su “bien”, demuestran que la voluntad del Creador es Buena, demuestran la existencia de un Creador benevolente. A este rasgo de lo creado es a lo que se refiere Agustín con el concepto de “pondus” que aparece implícito en el texto cuando habla del amor a la existencia que se verifica en todos los órdenes de la realidad, incluido el orden de la vida humana. Evidentemente esto plantea a Agustín el problema del mal en el mundo, del que ya hemos hablando también y volveremos a hacerlo al hablar de la voluntad humana. Profundicemos ahora un poco más en el tema del Ejemplarismo.

3. El Ejemplarismo agustiniano

Desde luego es en este tema donde la semejanza entre el agustinismo y el platonismo es más acusada, lo cual deberá hacerse constar en la explicación del texto o mejor en la contextualización.
El ejemplarismo es la respuesta agustiniana a la pregunta por el fundamento del Orden Cósmico. En efecto, para Agustín, el rasgo más sobresaliente del mundo creado es su Orden. El fundamento de este Orden es la Mente o Inteligencia divina, el Verbo, donde están contenidas las Ideas, no sólo de las especies y los géneros (esto es, las ideas de las clases de cosas) en que se ordenan las criaturas, sino también (como ocurría ya en Plotino) las ideas de las criaturas individuales mismas (no sólo la Idea de árbol, sino también la de este árbol). A estas Ideas universales (géneros y especies) y particulares hay que añadir las Ideas de los números, de las cuales participa toda criatura en tanto puede ser determinada cuantitativamente (ella y sus partes y las proporciones entre sus partes y también sus movimientos). Señalamos esto porque las matemáticas desempeñan un papel muy importante en la epistemología agustiniana, como veremos.
A Agustín se le plantea en este punto el mismo problema que a todo platónico: el problema de la relación entre lo sensible y lo inteligible. Pero con la particularidad de que aquí las formas (species, eide), que deben estar presentes de algún modo en las cosas, deben ser formas creadas, no pueden ser las mismas Formas tal y como están en el Verbo divino. Dios crea de la nada una materia formada, no, por cierto, una materia a la que después imprime una forma. Por otro lado, para salvar el problema de aquellos seres (vivos) que aún no han llegado a la existencia, de los que no se puede pensar que todavía no han sido creados por Dios, ya que Dios crea todo de una vez, Agustín emplea el concepto de las “razones seminales” (rationes seminales), término tomado de los neoplatónicos, quienes a su vez lo habían tomado de los estoicos. Dios crea una primera forma, una razón seminal, que contiene virtualmente a todos los individuos de la misma especie, que irán llegando a la existencia sucesivamente conforme esa razón seminal se vaya transmitiendo en la reproducción.
Este modelo de explicación de la creación de los seres vivos puede aplicarse igualmente al alma humana y la teoría resultante se denomina “traducianismo” (de tradux, retoño): Dios crea todas las almas humanas en la de Adán, y así se explica la transmisión del pecado original. Pero entonces la “transmisión” del alma adquiere connotaciones materialistas, al vincularse a la reproducción, y además se pierde la noción de la individualidad del alma de cada uno de nosotros. Esta individualidad se preserva mejor suponiendo que Dios crea cada alma individual, pero entonces se hace difícil de explicar la transmisión del pecado original. Agustín confiesa que ante este dilema no es capaz de decidirse. Pero este problema, aunque importante, es secundario para Agustín. Lo que verdaderamente le importa es subrayar la especificidad del alma humana en el conjunto de lo creado y es de esto de lo que trata el texto.
Ahora bien, Agustín interpreta en el sentido del ejemplarismo platónico el pasaje del Génesis relativo a la creación del ser humano, donde se dice que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Pero de tal manera que no se puede pensar que Dios crea al ser humano tomando como modelo una Idea presente en su Inteligencia, pongamos la idea de hombre, sino tomándose a sí mismo como modelo, creando, por tanto, una sustancia dotada de vida espiritual, esto es, dotada de inteligencia y de voluntad. De modo que nuestra existencia (como sustancias, “existimos”), nuestra esencia (como seres inteligentes, cognoscentes, racionales: “conocemos”) y el dinamismo de nuestra voluntad (nuestro amor: “amamos”) remiten a Dios como causa eficiente de nuestra existencia, como causa ejemplar de nuestra inteligencia y como causa final de nuestro amor; por tanto, como principio y fin de toda nuestra vida espiritual. La finalidad de nuestra existencia está en imitar a Dios, en asemejarnos a Él todo lo posible, en deificarnos. Esta finalidad está inscrita en nuestra naturaleza como seres espirituales y prueba de ello, según Agustín, es el amor a la existencia (“amamos nuestro ser”) y a la sabiduría beatificante (“amamos nuestro conocer”) que anima a nuestra voluntad, amor que no puede hallar satisfacción ni en la posesión y disfrute de los bienes materiales, ni en el conocimiento de verdades parciales, sino únicamente en la unión con el Ser eterno mediante la contemplación de la Verdad eterna que es, al mismo tiempo, el gozo del Bien supremo. Pero ¿no podría ser que nuestro deseo de inmortalidad, de conocimiento y de felicidad fuese absurdo, carente de objeto, que el ser humano fuese, por tanto, una “pasión inútil”?¿Cómo sabemos que existen el Ser eterno, la Verdad eterna y el Bien supremo, principio y fin de nuestra vida espiritual? Lo sabemos, piensa Agustín, mirando en nuestro interior. Pues es en nuestro interior donde podemos hallar esa imagen de Dios que somos nosotros y que es de una naturaleza tal que no puede haber sido creada o producida por otra causa distinta del mismo Dios. Pues “en el interior del hombre habita la Verdad”.

4. El interiorismo agustiniano

4.1. La refutación del escepticismo

En primer lugar, debemos comprender que este repliegue de Agustín hacia la interioridad del ser humano constituye su particular respuesta al escepticismo que, como sabemos, es la corriente filosófica que niega la posibilidad de conocer verdad alguna. Contra el escepticismo, Agustín va a establecer que, si bien no podemos alcanzar el verdadero conocimiento a través de los sentidos, sí que podemos conocer con plena certeza ciertas verdades de hecho, a saber: las relativas a nuestros propios hechos de conciencia, el primero de los cuales es el hecho de nuestra propia existencia. Y no sólo el hecho de nuestra propia existencia nos es conocido con absoluta certeza, sino también todos nuestros estados internos, todos los hechos de nuestra conciencia, nos son conocidos del mismo modo: nuestras sensaciones, las imágenes que pueblan nuestra memoria, nuestros deseos, nuestras emociones. Cuando estos estados son representaciones o imágenes de cosas o hechos externos, podemos dudar de si lo que nos representamos es tal y como nos lo representamos, pero no podemos dudar del hecho de que nos lo representamos así. Puedo dudar de si esto que veo es tal y como lo veo, pero no puedo dudar de que yo lo veo así, de que a mí me aparece así, de que esta representación tiene lugar en mi mente. Por eso dice Agustín en su temprana obra Contra los académicos: “Porque no veo cómo el escéptico podría refutar al hombre que dice: sé que ese objeto me parece blanco” (Adversus Academicos, 3.11, 26).
Si la pretensión de Agustín fuera la de proporcionar un fundamento epistemológico a nuestro conocimiento sensible, sería poco lo que habría conseguido con este argumento, ya que, a partir de su conclusión, no podríamos nunca estar seguros de la verdad de ninguna de nuestras representaciones del mundo externo. No podríamos nunca emitir juicios con pretensión de objetividad (del tipo “Ese objeto es blanco”). Pero no es eso lo que pretende. Le basta con señalar que existe la verdad como certeza que la mente tiene acerca de sí misma y de sus propios estados internos. Pues en esa interioridad Agustín cree tener un punto de partida suficiente para demostrar la posibilidad que el alma tiene de conocer en su interior verdades que no son ya verdades de hecho, sino verdades eternas, posibilidad que constituye para Agustín una prueba suficiente de la existencia de Dios y de que nuestra inteligencia es una imagen de la Inteligencia Divina.
Por lo demás, Agustín asume que el conocimiento sensible no es el verdadero conocimiento y que siempre puede ser puesto en duda, no sólo por la imperfección de los órganos sensoriales y del alma que conoce a su través, sino también por la deficiencia ontológica (mutabilidad, contingencia) de los objetos de este conocimiento. Sin embargo, afirma que es mucho más imprudente desconfiar siempre del testimonio de los sentidos que confiar siempre en ese testimonio. Y, aunque Agustín no ofrece ningún método para discernir la verdad y la falsedad de las representaciones sensibles, considera que nosotros podemos juzgar rectamente acerca de las cosas sensibles. Y es que la posibilidad de la verdad y del error no está en los sentidos externos, que siempre muestran las cosas tal como deben mostrarlas dada su naturaleza y la de las cosas, sino en ese sentido interno que tiene la capacidad de juzgar, pues sólo si juzgo, esto es, si atribuyo una propiedad a un objeto o enuncio una relación entre objetos, puedo equivocarme. Puesto que el juicio es un acto voluntario, si no quiero caer en el error no tengo por qué hacerlo: puedo simplemente suspender el juicio. Pero ¿cómo tiene lugar el conocimiento sensible, el juicio acerca de lo sensible?

4.2. El conocimiento sensible. El papel de la memoria

En primer lugar, Agustín piensa que no son los sentidos corporales quienes conocen sino el alma a través de los sentidos corporales. Para Agustín, aunque el hombre es el compuesto de alma y cuerpo, el alma es la “parte” superior y la que constituye nuestra identidad personal: el “hombre interior” que somos cada uno de nosotros. Los sentidos corporales son instrumentos de los que se sirve el alma para conocer el mundo exterior, instrumentos que se limitan a notificar al alma, al sentido interior, la presencia de las cosas exteriores y sus movimientos. Pero es el alma la que, presente toda ella en todas las partes del cuerpo:
- intensifica su atención en las modificaciones que padecen los órganos sensoriales por efecto de las cosas y sus movimientos,
- crea de su propia sustancia una imagen de la cosa semejante a ella y
- retiene esa imagen en la memoria: esa imagen es lo que llamamos “sensación”, que no es algo que el alma padece sino algo que el alma hace, pues lo superior (el alma) no puede padecer por causa de lo inferior (el cuerpo, los órganos sensoriales).
Evidentemente si no fuera por la memoria nosotros no podríamos tener constancia de la existencia de nada exterior (ni siquiera de nuestra propia existencia), pues todas las cosas (e incluso nosotros mismos) son intrínsecamente mutables y esto significa que su identidad no se mantiene a través del tiempo, que no son las mismas cosas de un instante a otro. Si las cosas (o nosotros mismos) se nos presentan con cierta unidad y permanencia es como consecuencia de la creación y retención de sus imágenes en nuestra memoria. Por consiguiente, la función de la memoria es fundamental para el conocimiento de las cosas exteriores y para el conocimiento de nosotros mismos, puesto que sin ella nada existiría para nosotros. En este sentido, Agustín piensa que la memoria constituye una imagen del Padre, pues así como el Padre crea y conserva todas las cosas, así nuestra memoria crea y retiene las imágenes de las cosas de modo que su existencia sea constatable para nosotros.
Ahora bien, toda existencia se nos da como la existencia de esto o lo otro, de esta o aquella cosa (perteneciente a esta o aquella especie o género) o de esta o aquella propiedad o relación entre cosas. Es decir, nosotros juzgamos acerca de las cosas externas, emitimos juicios del tipo “Esto es A”, donde “esto” se refiere a la imagen de la cosa que formamos y retenemos en la memoria, y “A” se refiere a la especie o al género o una cualidad o cantidad o cualquier otra propiedad o relación de la cosa. ¿Cómo podemos hacer esto? Según Agustín, podemos juzgar acerca de las cosas externas sólo porque tenemos un conocimiento implícito, a priori, de ciertas formas inteligibles, de aquello en lo que consiste ser-A o ser-B. En el texto, Agustín habla de la forma de lo justo y dice que tenemos “un sentido del hombre interior por el que sentimos lo justo y lo injusto; lo justo por su hermosura (specie: forma) inteligible y lo injusto por la privación de esa hermosura”. Y, también en el texto, Agustín vincula la capacidad de juzgar con la recepción de “esa luz incorpórea que ilumina nuestra mente para poder juzgar con rectitud de todo esto”. Es la célebre teoría agustiniana de la iluminación, que ha sido objeto de múltiples comentarios e interpretaciones. ¿Qué quiere decir Agustín?
Pues que nuestro conocimiento sensible, que se reduce al juicio recto (a la opinión verdadera), no tiene su fundamento en lo sensible mismo, sino que lo tiene en nosotros mismos, en nuestra propia interioridad, en nuestro sentido interior o en nuestra memoria, donde hay ciertas “nociones impresas” que han sido imprimidas allí por el mismo Dios, con las que comparamos las imágenes que formamos de las cosas dando lugar a juicios, cuya rectitud dependerá de que, efectivamente, la imagen de la cosa convenga a la noción impresa. Si, por ejemplo, decimos “esto es cuadrado”, la rectitud de este juicio dependerá de si la imagen de la cosa (esto) conviene o no conviene, se ajusta o no se ajusta, a la noción impresa de “ser-cuadrado” que poseemos implícitamente en nuestra memoria. En algunos textos agustinianos, la metáfora de la iluminación parece hacer referencia a esta impresión de la que es objeto nuestra alma, como si fuera una tablilla de cera en la que se imprimen la formas de un anillo, y que hace posible juzgar rectamente acerca de lo sensible. El anillo es el mismo Verbo divino, la misma Inteligencia o Razón (Logos) de Dios, y las formas del anillo son las Ideas ejemplares presentes en la Mente de Dios. La iluminación divina tendría entonces una función ideogenética, es decir, una función en la explicación del origen de los conceptos o ideas que empleamos en nuestros juicios.


4.2. El conocimiento intelectual. El papel de la inteligencia.

Pero, según Agustín, esas nociones impresas pueden convertirse en conocimientos expresos (cognitiones, notitias), actuales, si el alma, volviéndose hacia sí misma, hacia su memoria, las considera en sí mismas con independencia de toda imagen sensible, esto es, si explicita qué es aquello en lo que consiste ser-A o ser-B, es decir, cuál es el fundamento de la verdad de los juicios sobre lo sensible. Esto ya no es un conocimiento de lo sensible, temporal y mutable, a partir de ideas o modelos inteligibles, sino un conocimiento de las ideas o modelos inteligibles mismos, intemporales e inmutables. Haciendo esto, volviéndose hacia el fondo de la memoria y contemplando allí tales ideas, nuestra alma llega a ser consciente de sí misma en cuanto portadora de especies o formas inteligibles, esto es, en cuanto Inteligencia o Razón. Así cuando decimos que ser-cuadrado consiste en ser-figura con cuatro lados iguales, no nos estamos refiriendo a esta o aquella cosa cuadrada, sino que estamos entendiendo la idea de cuadrado, el objeto inteligible “cuadrado”, entendimiento que nos remite a otras ideas (figura, lado, igualdad) que también podemos entender. Y cuando, partiendo de esas definiciones, llegamos a deducir otras conexiones entre ideas, el tipo de juicios que llegamos a formular no serán ya verdades de hecho, sino verdades eternas, que no han empezado a ser cuando las hemos pensado ni dejan de ser cuando dejamos de pensarlas, puesto que esas conexiones entre unas ideas y otras se nos aparecen como conexiones internas y necesarias: internas porque no las establecemos nosotros, sino que las reconocemos como inmanentes a las ideas; necesarias, puesto que no dependen de nuestra voluntad, de modo no podemos pensar que pudieran ser otras que las que son. Por esto mismo estas verdades son, además, universales, es decir, reconocibles por toda alma racional, no privadas o propias de esta o aquella alma, como las sensaciones u otros estados internos.
Ahora bien, ¿cómo podría nuestra Inteligencia o Razón, que es temporal, mutable, particular y contingente, ser el fundamento de estas verdades eternas, inmutables, universales y necesarias? No podría: el fundamento ontológico de estas verdades sólo puede estar en el Ser eterno, inmutable y necesario, esto es, en Dios, en la Inteligencia o Verbo divino. Y la fuente de la inteligibilidad de estas ideas y verdades sólo puede ser la Verdad o Luz que irradia desde ese fundamento e ilumina nuestra mente de modo que podamos reconocer tales verdades como verdades eternas, es decir, con esas características de universalidad, necesidad, eternidad e inmutabilidad. Se trata otra vez de la doctrina de la iluminación, pero ahora no con la función ideogenética que parecía tener en la explicación del conocimiento sensible, sino como explicación de nuestro reconocimiento de la necesidad, eternidad e inmutabilidad de las verdades que hallamos en el conocimiento intelectual.
Algunos textos de Agustín parecen abonar la interpretación de la doctrina de la iluminación que se ha dado en llamar “interpretación ontologista”, según la cual si conocemos las ideas y verdades eternas a la luz de Dios y si esas verdades e ideas existen en la mente de Dios, habremos de decir que vemos la verdad en Dios y que ver las ideas divinas es ver a Dios. Así N. Malebranche, el contemporáneo de Descartes, citaba a Agustín para apoyar su doctrina de que vemos la verdad en Dios y, más recientemente, Gioberti, Rosmini y Hessen defendieron esta interpretación del agustinismo. Sin embargo, otros intérpretes, p.e., F. Copleston niegan que esta interpretación sea compatible con el sentido general del pensamiento de Agustín. Si Agustín hubiera pensado que vemos las verdades e ideas en Dios, no se habría molestado en ofrecer pruebas de la existencia de Dios a quienes, aun comprendiendo las verdades eternas, no admiten la existencia de Dios.
En cualquier caso, lo que debemos considerar para la explicación de nuestro texto es que Agustín considera que el hecho de que nuestra alma pueda hallar en sí misma y entender ideas y verdades eternas, es decir, el hecho de que a partir de la memoria, nuestra alma se conozca a sí misma como Inteligencia, “demuestra” que nuestra alma, nuestra inteligencia, es imagen del Verbo o Inteligencia divina. Pues lo que hace Dios Padre cuando, de su propio fondo y sustancia, engendra el Verbo, al Hijo, su Sabiduría, es exactamente lo mismo: “acordarse” de sí mismo y conocerse a sí mismo como Inteligencia, hallando en sí mismo las Ideas de todas las cosas. Ahora bien, así como es uno y el mismo Amor lo que produce esta generación y este autoconocimiento: la generación del Hijo es un acto de Amor del Padre hacia el Hijo y el autoconocimiento del Padre como Inteligencia (Hijo) es un acto de amor del Hijo hacia el Padre, así también es uno y el mismo amor el que nos mueve a conocer nuestra existencia y a amar esta existencia y nuestro conocimiento. En lo cual, en este amor, se reconoce que nuestra voluntad es una imagen del Espíritu Santo, que procede del Amor entre el Padre y el Hijo. Por su existencia y por su memoria de ella nuestra alma imita al Padre, por su conocimiento imita al Hijo, y por el amor a la existencia y al conocimiento imita al Espíritu Santo. Y está destinada a no poder hallar satisfacción a este amor a la existencia y al conocimiento más que en el Padre y en el Hijo, a los que sólo podrá ser conducida si su voluntad se asimila a la voluntad de Dios y si su amor se deja inundar por el amor de Dios, por el Espíritu Santo. Sólo así alcanzará la felicidad en la eterna contemplación del Ser eterno que es la Verdad eterna y que es el Bien supremo.

5. Eudemonismo

El eudemonismo es aquella doctrina filosófica que hace consistir el sentido de la existencia humana en el logro de la felicidad y que, por tanto, establece la bondad o maldad de los actos humanos en función de que sean o no medios adecuados para el logro de la felicidad. Evidentemente, las teorías eudemonistas difieren en qué es lo que consideran como contenido de la felicidad, en cuál es el bien que puede proporcionar la felicidad.

5.1. El amor a la existencia y al conocimiento como pondus de la voluntad humana

Según Agustín, toda criatura lleva inscrita en su naturaleza una tendencia a la realización de las actividades que le son propias, realización que constituye el fin de su existencia y en la que hallan la perfección o la bondad de que son capaces, perfección que se esfuerzan por conservar a toda costa. Esa tendencia o impulso es lo que Agustín denomina “pondus”, peso. Así, en el texto, Agustín nos explica cómo cada clase de criatura se esfuerza por perseverar en el ser de acuerdo con su naturaleza peculiar. Pues bien, el pondus del alma humana es su amor, la operación o el dinamismo de su voluntad. Este amor se dirige, en primer término, a la propia existencia, a la conservación de la propia existencia, y es tan fuerte que incluso quienes son infelices, quienes tendrían más razones para desear la muerte, se aferran a la vida y, antes que morir, prefieren una inmortalidad en la que no tenga fin su miseria, su infelicidad. Cuánto más no querrían, viene a decir, una inmortalidad en la que no tuviese fin la felicidad. Por eso dice Agustín: “Tan verdad es que no hay nadie que no quiera existir como que no hay nadie que no quiera ser feliz. ¿Y cómo puede ser feliz si no existe?”. Y es que la felicidad es el fin último de nuestro amor, del dinamismo de nuestra voluntad. De modo que el amor a la existencia es el presupuesto del amor a la felicidad. Queremos vivir siempre, pero queremos vivir para ser siempre felices. Por tanto, la felicidad que todo ser humano anhela no es una felicidad transitoria, puntual, sino una felicidad permanente. Una felicidad transitoria no sería verdadera felicidad, pues estaría siempre enturbiada por el temor a la pérdida del bien que la produce. Por tanto, ningún bien temporal puede satisfacer el anhelo de felicidad que anima a la voluntad humana. Sólo un bien eterno podría satisfacer ese anhelo. Y de hecho debemos tener algún conocimiento de ese bien y de esa felicidad, pues de otro modo no los buscaríamos.
Ahora bien, del mismo modo que los demás seres se esfuerzan por perseverar en el ser según su naturaleza peculiar, esto es, realizando las perfecciones que son propias de su naturaleza, la felicidad, como fin último de nuestro amor, de nuestro pondus, tiene que coincidir con la perfección de nuestra naturaleza, perfección que sólo alcanzaremos realizando las actividades que son propias de nuestra naturaleza. Y siendo la naturaleza humana la de un ser inteligente, la felicidad no podrá hallarse al margen del conocimiento de la verdad, sino que la felicidad (beatitudo) coincidirá con la sabiduría (sapientia). Y, por tanto, el Bien eterno capaz de saciar nuestro anhelo de felicidad no podrá ser algo distinto de la Verdad eterna.
Hasta aquí el pensamiento de Agustín parece responder al esquema antropológico socrático-platónico, intelectualista en general. Sólo faltaría añadir que toda desviación de la dirección de nuestro pondus, de nuestro amor, es producto de la ignorancia y de las falsas opiniones, que derivan del hecho de que nuestra alma racional vive embutida en un cuerpo cuyos órganos sensoriales no le proporcionan más que apariencias de las cosas, hacia las cuales se dirige entonces nuestra voluntad, la cual se limita a querer lo que el entendimiento o, mejor, la imaginación le presenta infundada y, a menudo erróneamente, como “bueno”. Para recuperar la dirección de nuestro pondus hacia el Bien, para lograr la felicidad, basta con que nuestra alma prescinda del testimonio de los sentidos y empiece a buscar la verdadera naturaleza de las cosas a través de la razón. La comprensión racional del orden racional de lo real que irá adquiriendo de este modo le irá haciendo cada vez más sabia y prudente y en esa sabiduría y prudencia consistirá su virtud y su felicidad.

5.2. La experiencia de la fe y la libertad de la voluntad

Sin embargo, la reflexión sobre su propia experiencia enseñó a Agustín otra concepción del dinamismo de la voluntad y de su relación con el entendimiento o razón. Pues Agustín empezó su trayectoria intelectual asumiendo el ideal intelectualista del sabio, pero fue sintiendo cada vez más angustiosamente su incapacidad para hallar soluciones racionalmente satisfactorias a los problemas filosóficos y la incapacidad de su voluntad para orientar su vida en el sentido de la virtud. Y aunque, según parece, fueron las lecturas de “los libros de los platónicos” las que empezaron a despejar su intelecto de las dudas, fue indudablemente su experiencia de la fe la que otorgó claridad a su mente y eficacia a su voluntad para continuar la búsqueda de la verdad y para amar eficazmente la virtud. Pero ni la virtud ni la verdad cuyo horizonte se le abre tras la experiencia de la fe tienen ya el mismo significado que tenían antes de esa experiencia. ¿Por qué? Porque la Verdad ya no es más el término de una incierta búsqueda racional, sino que ahora es el Verbo, la Palabra revelada por Dios a los hombres a través de las Escrituras y, sobre todo, Encarnada en Jesucristo. Y la virtud ya no es más la excelencia en la realización de la actividad racional, sino la adhesión de la voluntad humana a la voluntad divina, a la Ley del Amor. ¿Qué ha ocurrido aquí? Pues que la experiencia de la fe es una experiencia en la que la voluntad opera sin una previa determinación por parte de la razón, antes bien, determinando ella a la razón a considerar ciertas premisas o verdades indudables (los dogmas) que ésta –la razón- deberá esforzarse en racionalizar, en aclarar racionalmente hasta donde sea posible[1].
Agustín ha interpretado esta experiencia como la experiencia de la suprema libertad de la voluntad, de su total independencia de la razón. Desde luego, esto invierte el esquema intelectualista de la conducta humana. De modo que, en adelante, Agustín pensará que cuando nos apartamos del orden que es propio de nuestra naturaleza, cuando nos apartamos de Dios, no lo hacemos por ignorancia o error, sino simplemente porque queremos. Nuestra voluntad no opera determinada por engañosas representaciones sensibles o por razonamientos erróneos, sino que opera por sí misma: es ella misma la causa de su dirección, es ella misma la que se inclina hacia ciertos objetos, con independencia de cómo se los presenten el entendimiento o la imaginación. Para querer no es necesario que el objeto se nos presente como bueno, puede presentársenos como malo y, sin embargo, quererlo nosotros; así como puede presentársenos como bueno y, sin embargo, no quererlo. Ninguna representación, ningún acto del entendimiento o de la imaginación, puede determinar a la voluntad a elegir en una dirección si esa voluntad no quiere elegir en esa dirección[2].
No obstante, Agustín seguirá admitiendo que la voluntad humana está ordenada al conocimiento de la Verdad y que en ese conocimiento (sabiduría) consiste la felicidad; seguirá admitiendo, por tanto, que la voluntad humana está orientada a Dios por naturaleza, pues Dios es la Verdad y el Bien eterno capaz de proporcionarnos la sabiduría. Pero Agustín pensará que, como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana se halla en un estado tal que la Razón no puede comprender por sí misma claramente la Verdad y el Bien, sino que la Verdad y el Bien sólo se presentan a quien tiene fe, a quien, por tanto, ha renunciado previamente a que la Verdad se le presente claramente a la razón, a quien ha desesperado de la razón y, reconociendo su impotencia para conocer la verdad, ha entregado voluntariamente su asentimiento a la Autoridad de las Escrituras, a la Revelación y, dejándose inundar por el amor divino, se ha determinado a cumplir la voluntad de Dios, la Ley del Amor.
De modo que la recuperación de la dirección natural de nuestro pondus, de nuestro amor, depende únicamente de nuestra voluntad, que es lo único que, según Agustín, está enteramente en nuestro poder. Y la elección ante la que nos hallamos es siempre una y la misma: la de amar a Dios sobre todas las cosas, lo que supone aceptar, por la fe, la voluntad de Dios expresada en las Escrituras, o amarse a sí misma y a las demás cosas por encima de Dios. Si elegimos lo segundo pecaremos, desde luego, nos alejaremos más de Dios, y hasta cierto punto es indiferente qué “bien” situemos como bien último, como meta de nuestras aspiraciones: los bienes materiales o los bienes espirituales (la ciencia), pues no podremos hallar la felicidad en ninguno de ellos. Si elegimos amar a Dios sobre todas las cosas, experimentaremos ciertamente el amor divino, la presencia del Espíritu en nosotros, pero entonces se nos abrirá una perspectiva extraordinariamente dramática e incierta, pues nos veremos obligados a confesar con humildad nuestra radical impotencia para hacer el bien y nuestra radical disposición para hacer y padecer, con la ayuda de Dios, todo lo que Dios mande -de ahí la famosa expresión agustiniana: “Manda lo que quieras, pero dame lo que mandes”- sin poder confiar en ningún caso en nuestra capacidad para hacer méritos que obliguen a Dios a procurarnos la salvación, la felicidad eterna. Incluso nos veremos obligados a confesar retrospectivamente que la corrupción de nuestra naturaleza por el pecado original era tal que ni siquiera habríamos sido capaces por nosotros mismos de elegir amar a Dios y creer en su Palabra sin una especial ayuda suya, sin el concurso de su Gracia.
El problema de la elección entre los dos “amores” (“el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo y el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios”) se complica si se tiene en cuenta la permanencia del pecado original en nuestra naturaleza. Pues la afirmación de esa permanencia, con la consiguiente afirmación de la total dependencia de nuestra voluntad respecto de la Gracia divina, parece hallarse en contradicción con la afirmación de la total libertad de la voluntad humana. Pues sin la Gracia divina, nuestra voluntad no puede dejar de pecar, hallándose presa de la cadena de los hábitos, contraídos por la repetición de actos pecaminosos a los que desde nuestra infancia nos vemos inclinados. El tema se complica todavía más cuando lo consideramos a la luz de las doctrinas de la presciencia divina y de la predestinación. Pues la primera afirma que Dios conoce de antemano todo lo que vamos a querer y todo lo que vamos a hacer, es decir, que en su mente omnisciente están todas las acciones y todos los movimientos de nuestra voluntad en el orden en el que se producirán. Agustín piensa que esto no conduce al fatalismo, a la negación del libre albedrío, pues Dios conoce nuestras acciones en tanto efectos de nuestra voluntad, no de ninguna otra causa, y su ciencia no supone ninguna coacción externa sobre nuestra voluntad. Querremos lo que Dios sabe que querremos, pero lo querremos nosotros, libremente. Sin embargo, Agustín piensa que, aunque no todo querer procede de Dios, sí que procede de Dios todo poder. Es decir, que lo que queremos sólo podremos hacerlo si Dios permite que lo hagamos. De modo que seremos juzgados no tanto por nuestras acciones cuanto por la dirección de nuestra voluntad. De ahí otra controvertida expresión agustiniana: “Ama, y después haz lo que quieras”. En cuanto a la doctrina de la predestinación, según la cual nuestra salvación o condenación están decididas de antemano por Dios, quien desde toda la eternidad ha elegido a un determinado número de seres humanos, es difícil eludir sus consecuencias nefastas desde el punto de vista moral, pues parece invitar al abandono de todo esfuerzo moral. De hecho, Agustín recibiría cartas apremiantes del prior del monasterio de Hadrumeto, cuyos monjes habían abandonado su conducta a las inclinaciones espontáneas de su voluntad después de leer las obras de Agustín sobre la Gracia y la predestinación.

[1] Una vez que se crea, se podrá entender, si bien la plena comprensión racional de la Verdad tampoco será posible en esta vida. Pero, desde luego, si no se cree, no se podrá entender. Obviamente, las Escrituras deben entenderse mínimamente para saber qué es lo que debe creerse, es decir, la fe necesita a la razón antes de producirse el asentimiento a la verdad revelada y la necesitará después para aclarar el significado último de los credibilia (de las cosas creídas) . Pues, como dirá siglos más tarde Anselmo de Canterbury, “fides quaerens intellectus” (la fe exige la comprensión)
[2] Es más: no puede haber acto alguno de conocimiento que no presuponga un previo movimiento de la voluntad.Pues la voluntad no sólo es la que impulsa a la razón a buscar la verdad y a recorrer el camino del exterior al interior donde halla primero las verdades de hecho relativas a la propia existencia y a los estados internos y después las verdades eternas, sino que incluso la sensación, el grado inferior del conocimiento, depende de la atención y la atención es una operación de la voluntad. La memoria, de la que depende la percepción de las cosas, también presupone un acto de la voluntad. Pero, sobre todo, el juicio acerca de las cosas sensibles, por el que doy mi asentimiento a lo que se me presenta a través de los sentidos, es algo de lo que siempre me puedo abstener, tal como enseñan los escépticos. Por lo que si no quiero, no me engaño. Y también el razonamiento es una operación de la voluntad, que podemos llevar más o menos lejos y en la que no cabe más error que el que estemos dispuestos a permitir por indolencia o hastío.