miércoles, 9 de enero de 2008

Pregunta de análisis

Hola, de nuevo a todos.

Esta pregunta es sencilla pero obligatoria.
¿Cuál es la clave del texto de San Agustín?

¿Qué relación tiene con la Trinidad?

Es sencilla en clase daré las claves para poder leer el texto.
La fecha tope de respuesta es el viernes 11 de enero.

La respuesta no tiene que superar las 4 o 5 líneas.

Feliz año a todos y a trabajar.

Un abrazo

Análisis de San Agustín

S.Agustín de Hipona


Un buen comentario de texto debe ser capaz de explicar el texto a partir de los tópicos (temas, teorías) característicos de un autor y de su época. Lo que vamos a intentar a continuación es exponer los tópicos principales del agustinismo en la medida en que puedan reconocerse en el texto de La Ciudad de Dios.
En este texto, Agustín argumenta intentando demostrar la doctrina cristiana del hombre como imagen de Dios. Su tesis es que el hombre ocupa un lugar especial en la Creación por el hecho de estar hecho “a imagen y semejanza de Dios” y que la imagen de Dios que es el ser humano puede hallarse en la interioridad de éste. Agustín se refiere a un sentido interior, en el cual y por el cual todo ser humano está absolutamente cierto de que es, conoce que es y ama su ser y su conocer, dando a entender que estas tres dimensiones del ser humano (su ser, su conocimiento y su amor) son precisamente la imagen del Dios uno y trino del cristianismo. En el curso de su argumentación, Agustín entra en polémica con el escepticismo, intentando señalar el camino por el que puede superarse la actitud escéptica y dar un nuevo sentido a la búsqueda del conocimiento y de la felicidad.

Así pues, tenemos en este texto referencias más o menos directas a:
1) El Trinitarismo agustiniano.
2) El Creacionismo agustiniano.
3) El Ejemplarismo agustiniano.
4) El Interiorismo agustiniano.
5) El Eudemonismo agustiniano.

1. El trinitarismo agustiniano

El texto comienza afirmando la presencia de una imagen de Dios en nosotros, en los seres humanos, para inmediatamente después aclarar que el Dios del que se está hablando es el Dios uno y trino, cuya naturaleza se venían esforzando en comprender los teólogos cristianos, tanto griegos como latinos desde la época del concilio de Nicea. Es imprescindible analizar la manera peculiar que Agustín tiene de comprender el dogma de la Trinidad, puesto que esa manera va a marcar la línea divisoria entre la teología cristiana en lengua griega y la teología cristiana en lengua latina, siendo ésta la que se impondrá oficialmente en el Occidente medieval (y en el mundo católico hasta nuestros días).
En general, los teólogos cristianos en lengua griega tendieron a asimilar la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) a la tríada de las hipóstasis neoplatónicas (el Uno, la Inteligencia y el Alma del Mundo). Así, cuando hablaban de Dios se referían, sobre todo, al Padre, y lo hacían en unos términos muy próximos a los que describen al Uno neoplatónico, a pesar del carácter claramente impersonal que el Uno, como principio ontológico general, fundamento de todo pensar y de todo ser, tiene en el neoplatonismo. Naturalmente hablaban también del Hijo como la Inteligencia, Razón (Logos) o Sabiduría del Padre, y del Espíritu Santo, considerándolos a posteriori como de la misma sustancia (homoiousía) que el Padre, tal como rezaba la fórmula aprobada por el concilio de Nicea (una ousía, tres hipóstasis). La asimilación de la segunda persona, el Hijo, a la Inteligencia permitía una interpretación filosófica de aquellos pasajes de las Escrituras en que se habla del Logos divino como principio en el que fueron creadas todas las cosas (p.e. el Génesis: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra...”, y el Evangelio de S.Juan: “En el principio era el Logos y el Logos era Dios...”). La segunda hipóstasis de la Trinidad sería así la Mente divina que contiene la totalidad del “mundo inteligible” platónico, es decir, el conjunto de las Formas o modelos ejemplares conforme a los cuales Dios crea el mundo como un Orden en el que cada cosa es lo que es, ocupa el lugar que ocupa y se comporta del modo como lo hace por llevar en su seno una forma creada a imagen de la Idea divina correspondiente e imprimida por Dios en la materia (también creada junto con la forma). Finalmente el Espíritu Santo, la tercera hipóstasis, podía asimilarse al Alma del Mundo, entendida como el espíritu vivificador que, como principio del movimiento, anima a la totalidad de las cosas creadas.
Sin embargo, algunos teólogos cristianos, sobre todo los de lengua latina, entre ellos S.Agustín, veían en estas asimilaciones una serie de peligros que ponían en entredicho el sentido de la experiencia cristiana de la fe tal como ellos la entendían.
En primer lugar, la asimilación de Dios, entendido prioritariamente como sinónimo de “el Padre”, con el Uno ponía a Dios no sólo más allá del pensamiento, cosa que también suscribe Agustín al decir que la esencia divina es incomprensible e inefable, sino también “más allá de la esencia”, lo que supone la pérdida de toda determinación por parte de Dios y su identificación con un principio ontológico impersonal, del cual no cabe ni siquiera decir que sea, pues esto equivaldría a decir que participa del Ser y, por tanto, que no es principio. La teología griega cede así a la presión que el regressus platónico ejerce sobre el pensamiento acerca del ser, viéndose obligada a situar a Dios “más allá de la esencia” so pena de convertirlo en un ente que, como tal, dependería de un principio superior. Agustín resiste a esta presión afirmando que Dios es el Ser mismo (ipsum esse), el único del que cabe decir que es verdaderamente porque es eterno e inmutable, el único del que cabe decir que tiene esencia en sentido pleno, en contraste con la totalidad de lo creado, cuyo ser, radicalmente distinto del ser de Dios, es temporal (extraído de la nada y destinado a la nada) y mutable (con la nada corroyendo continuamente su identidad).
En segundo lugar, la primacía del Padre como primera hipóstasis podía implicar que, como ocurre en el neoplatonismo, las otras dos hipóstasis se considerasen ontológicamente “inferiores”, que la generación del Hijo por el Padre y la procedencia del Espíritu Santo de los dos anteriores, significase un descenso en la jerarquía de los grados de perfección, pues en el neoplatonismo la Inteligencia procede del Uno pero es inferior al Uno y el Alma del Mundo procede la Inteligencia pero es inferior a la Inteligencia. En cambio, el dogma trinitario del cristianismo señala precisamente que las tres hipóstasis (o “personas” como se tradujo “hipóstasis” al latín) son la misma sustancia (homoiousía), son uno y el mismo Dios. Por lo demás, en el trinitarismo cristiano la tercera persona no procede sólo de la segunda, sino de las dos primeras, del Padre y del Hijo (filioque).
En tercer lugar, la identificación de la tercera hipóstasis neoplatónica, el Alma del Mundo, con la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, dado que éste es el mismo Dios, podía implicar un cierto “panteísmo” (afirmación de que todo es Dios), una cierta “divinización” del Mundo, lo que pondría en entredicho la total trascendencia de Dios al mundo, la absoluta diferencia ontológica entre el Creador y lo creado. En consecuencia, la presencia del Espíritu santo en el mundo se restringirá al alma humana poseída por el amor divino a través de la Gracia dispensada por los Sacramentos. Así pues, el ámbito donde el Espíritu Santo desplegará su eficacia vivificadora será la comunidad de los creyentes en Cristo, esto es, la Iglesia.
Sin embargo, como podemos leer en el capítulo XXIV del libro XI de la Ciudad de Dios (anterior al del texto de selectividad), Agustín establece que la Trinidad se insinúa en todas sus obras, en las cosas creadas, a través de un modo secreto de hablar, sobre todo cuando respecto de éstas hacemos la triple pregunta: ¿Quién la ha hecho? ¿a través de qué medio? y ¿por qué?, es decir, cuando preguntamos por la causa eficiente de su existencia, por la causa formal (de su esencia) y por la causa final y la razón de ser de su existencia. Pues para Agustín la mera existencia de las cosas delata la existencia del Padre, el que toda cosa tenga una esencia, es decir, caiga bajo alguna especie o forma inteligible, delata la existencia del Hijo (el Verbo o Sabiduría del Padre) y el que toda cosa realice la perfección (el bien) que le es propia delata la existencia del Espíritu Santo (la bondad o santidad de la voluntad divina, el amor del Padre y del Hijo). Pero con estas consideraciones entramos ya en los dos siguientes temas agustinianos presentes en el texto: el tema del Creacionismo y el tema del Ejemplarismo.

2. El Creacionismo agustiniano

Desde Filón de Alejandría, el filósofo judío alejandrino de cultura helénica que vivió en el s. II a.C, el relato de la creación que se encuentra en el Génesis venía siendo interpretado en el sentido de que Dios no crea el mundo a partir de sí mismo, de su propio ser –lo que cuestionaría su trascendencia-, ni a partir de ninguna otra realidad preexistente –lo que cuestionaría su omnipotencia-, sino a partir de la nada. El ser de las cosas creadas procede, pues, de la nada. Y precisamente en esto se cifra la omnipotencia de Dios y su trascendencia respecto del mundo: en poder haber hecho todo de la nada. Además Dios no crea forzado por necesidad alguna, interna o externa, ni para remediar ninguna carencia, sino únicamente y exclusivamente porque quiere. El acto creador es totalmente gratuito, por lo que el ser de las cosas creadas es absolutamente contingente, sólo Dios es absolutamente necesario. Y siendo Dios sumamente bueno, este acto creador de la libre voluntad divina es un acto de amor. Dios podría no haber querido crear el mundo y su bondad no se habría visto menguada por ello, del mismo modo que no se ha visto incrementada por el hecho de haberlo creado. Todo lo creado es bueno, pero sólo porque Dios lo ha creado.
Para Agustín, que las cosas han sido creadas es algo que demuestra el carácter temporal de su existencia, su propia temporalidad y mutabilidad. Todo cambio (nacer y perecer, devenir) necesita una causa eficiente que lo produzca y ninguna cosa puede producirse a sí misma, pues necesitaría existir antes de existir. Por tanto, debe existir un ser eterno e inmutable que sea causa de la existencia de las cosas temporales y mutables. Evidentemente esto plantea a Agustín el problema de la creación y el tiempo, del que ya hablamos en clase.
Del mismo modo, que las cosas han sido creadas por un Creador Sabio o Inteligente es algo que demuestra el hecho de que estén ordenadas en géneros y especies y, además, sujetas a las leyes del número y la medida. Que una cosa sea lo que es, que tenga una naturaleza o esencia, significa, para el platónico Agustín, que esa cosa participa de una Forma inteligible, esto es, que hay una causa formal o ejemplar por la que esa cosa es lo que es y, naturalmente, esa Forma inteligible, ese modelo ejemplar, es la Idea de la cosa tal y como está en la Mente o Inteligencia divina.
Por último, el carácter teleológico y la armonía de los movimientos de las cosas, el hecho que de las cosas parecen obedecer pautas fijas de comportamiento que las inclinan hacia la conservación de su existencia y hacia la realización de los fines que son propios de su naturaleza y que, por tanto, constituyen su “bien”, demuestran que la voluntad del Creador es Buena, demuestran la existencia de un Creador benevolente. A este rasgo de lo creado es a lo que se refiere Agustín con el concepto de “pondus” que aparece implícito en el texto cuando habla del amor a la existencia que se verifica en todos los órdenes de la realidad, incluido el orden de la vida humana. Evidentemente esto plantea a Agustín el problema del mal en el mundo, del que ya hemos hablando también y volveremos a hacerlo al hablar de la voluntad humana. Profundicemos ahora un poco más en el tema del Ejemplarismo.

3. El Ejemplarismo agustiniano

Desde luego es en este tema donde la semejanza entre el agustinismo y el platonismo es más acusada, lo cual deberá hacerse constar en la explicación del texto o mejor en la contextualización.
El ejemplarismo es la respuesta agustiniana a la pregunta por el fundamento del Orden Cósmico. En efecto, para Agustín, el rasgo más sobresaliente del mundo creado es su Orden. El fundamento de este Orden es la Mente o Inteligencia divina, el Verbo, donde están contenidas las Ideas, no sólo de las especies y los géneros (esto es, las ideas de las clases de cosas) en que se ordenan las criaturas, sino también (como ocurría ya en Plotino) las ideas de las criaturas individuales mismas (no sólo la Idea de árbol, sino también la de este árbol). A estas Ideas universales (géneros y especies) y particulares hay que añadir las Ideas de los números, de las cuales participa toda criatura en tanto puede ser determinada cuantitativamente (ella y sus partes y las proporciones entre sus partes y también sus movimientos). Señalamos esto porque las matemáticas desempeñan un papel muy importante en la epistemología agustiniana, como veremos.
A Agustín se le plantea en este punto el mismo problema que a todo platónico: el problema de la relación entre lo sensible y lo inteligible. Pero con la particularidad de que aquí las formas (species, eide), que deben estar presentes de algún modo en las cosas, deben ser formas creadas, no pueden ser las mismas Formas tal y como están en el Verbo divino. Dios crea de la nada una materia formada, no, por cierto, una materia a la que después imprime una forma. Por otro lado, para salvar el problema de aquellos seres (vivos) que aún no han llegado a la existencia, de los que no se puede pensar que todavía no han sido creados por Dios, ya que Dios crea todo de una vez, Agustín emplea el concepto de las “razones seminales” (rationes seminales), término tomado de los neoplatónicos, quienes a su vez lo habían tomado de los estoicos. Dios crea una primera forma, una razón seminal, que contiene virtualmente a todos los individuos de la misma especie, que irán llegando a la existencia sucesivamente conforme esa razón seminal se vaya transmitiendo en la reproducción.
Este modelo de explicación de la creación de los seres vivos puede aplicarse igualmente al alma humana y la teoría resultante se denomina “traducianismo” (de tradux, retoño): Dios crea todas las almas humanas en la de Adán, y así se explica la transmisión del pecado original. Pero entonces la “transmisión” del alma adquiere connotaciones materialistas, al vincularse a la reproducción, y además se pierde la noción de la individualidad del alma de cada uno de nosotros. Esta individualidad se preserva mejor suponiendo que Dios crea cada alma individual, pero entonces se hace difícil de explicar la transmisión del pecado original. Agustín confiesa que ante este dilema no es capaz de decidirse. Pero este problema, aunque importante, es secundario para Agustín. Lo que verdaderamente le importa es subrayar la especificidad del alma humana en el conjunto de lo creado y es de esto de lo que trata el texto.
Ahora bien, Agustín interpreta en el sentido del ejemplarismo platónico el pasaje del Génesis relativo a la creación del ser humano, donde se dice que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Pero de tal manera que no se puede pensar que Dios crea al ser humano tomando como modelo una Idea presente en su Inteligencia, pongamos la idea de hombre, sino tomándose a sí mismo como modelo, creando, por tanto, una sustancia dotada de vida espiritual, esto es, dotada de inteligencia y de voluntad. De modo que nuestra existencia (como sustancias, “existimos”), nuestra esencia (como seres inteligentes, cognoscentes, racionales: “conocemos”) y el dinamismo de nuestra voluntad (nuestro amor: “amamos”) remiten a Dios como causa eficiente de nuestra existencia, como causa ejemplar de nuestra inteligencia y como causa final de nuestro amor; por tanto, como principio y fin de toda nuestra vida espiritual. La finalidad de nuestra existencia está en imitar a Dios, en asemejarnos a Él todo lo posible, en deificarnos. Esta finalidad está inscrita en nuestra naturaleza como seres espirituales y prueba de ello, según Agustín, es el amor a la existencia (“amamos nuestro ser”) y a la sabiduría beatificante (“amamos nuestro conocer”) que anima a nuestra voluntad, amor que no puede hallar satisfacción ni en la posesión y disfrute de los bienes materiales, ni en el conocimiento de verdades parciales, sino únicamente en la unión con el Ser eterno mediante la contemplación de la Verdad eterna que es, al mismo tiempo, el gozo del Bien supremo. Pero ¿no podría ser que nuestro deseo de inmortalidad, de conocimiento y de felicidad fuese absurdo, carente de objeto, que el ser humano fuese, por tanto, una “pasión inútil”?¿Cómo sabemos que existen el Ser eterno, la Verdad eterna y el Bien supremo, principio y fin de nuestra vida espiritual? Lo sabemos, piensa Agustín, mirando en nuestro interior. Pues es en nuestro interior donde podemos hallar esa imagen de Dios que somos nosotros y que es de una naturaleza tal que no puede haber sido creada o producida por otra causa distinta del mismo Dios. Pues “en el interior del hombre habita la Verdad”.

4. El interiorismo agustiniano

4.1. La refutación del escepticismo

En primer lugar, debemos comprender que este repliegue de Agustín hacia la interioridad del ser humano constituye su particular respuesta al escepticismo que, como sabemos, es la corriente filosófica que niega la posibilidad de conocer verdad alguna. Contra el escepticismo, Agustín va a establecer que, si bien no podemos alcanzar el verdadero conocimiento a través de los sentidos, sí que podemos conocer con plena certeza ciertas verdades de hecho, a saber: las relativas a nuestros propios hechos de conciencia, el primero de los cuales es el hecho de nuestra propia existencia. Y no sólo el hecho de nuestra propia existencia nos es conocido con absoluta certeza, sino también todos nuestros estados internos, todos los hechos de nuestra conciencia, nos son conocidos del mismo modo: nuestras sensaciones, las imágenes que pueblan nuestra memoria, nuestros deseos, nuestras emociones. Cuando estos estados son representaciones o imágenes de cosas o hechos externos, podemos dudar de si lo que nos representamos es tal y como nos lo representamos, pero no podemos dudar del hecho de que nos lo representamos así. Puedo dudar de si esto que veo es tal y como lo veo, pero no puedo dudar de que yo lo veo así, de que a mí me aparece así, de que esta representación tiene lugar en mi mente. Por eso dice Agustín en su temprana obra Contra los académicos: “Porque no veo cómo el escéptico podría refutar al hombre que dice: sé que ese objeto me parece blanco” (Adversus Academicos, 3.11, 26).
Si la pretensión de Agustín fuera la de proporcionar un fundamento epistemológico a nuestro conocimiento sensible, sería poco lo que habría conseguido con este argumento, ya que, a partir de su conclusión, no podríamos nunca estar seguros de la verdad de ninguna de nuestras representaciones del mundo externo. No podríamos nunca emitir juicios con pretensión de objetividad (del tipo “Ese objeto es blanco”). Pero no es eso lo que pretende. Le basta con señalar que existe la verdad como certeza que la mente tiene acerca de sí misma y de sus propios estados internos. Pues en esa interioridad Agustín cree tener un punto de partida suficiente para demostrar la posibilidad que el alma tiene de conocer en su interior verdades que no son ya verdades de hecho, sino verdades eternas, posibilidad que constituye para Agustín una prueba suficiente de la existencia de Dios y de que nuestra inteligencia es una imagen de la Inteligencia Divina.
Por lo demás, Agustín asume que el conocimiento sensible no es el verdadero conocimiento y que siempre puede ser puesto en duda, no sólo por la imperfección de los órganos sensoriales y del alma que conoce a su través, sino también por la deficiencia ontológica (mutabilidad, contingencia) de los objetos de este conocimiento. Sin embargo, afirma que es mucho más imprudente desconfiar siempre del testimonio de los sentidos que confiar siempre en ese testimonio. Y, aunque Agustín no ofrece ningún método para discernir la verdad y la falsedad de las representaciones sensibles, considera que nosotros podemos juzgar rectamente acerca de las cosas sensibles. Y es que la posibilidad de la verdad y del error no está en los sentidos externos, que siempre muestran las cosas tal como deben mostrarlas dada su naturaleza y la de las cosas, sino en ese sentido interno que tiene la capacidad de juzgar, pues sólo si juzgo, esto es, si atribuyo una propiedad a un objeto o enuncio una relación entre objetos, puedo equivocarme. Puesto que el juicio es un acto voluntario, si no quiero caer en el error no tengo por qué hacerlo: puedo simplemente suspender el juicio. Pero ¿cómo tiene lugar el conocimiento sensible, el juicio acerca de lo sensible?

4.2. El conocimiento sensible. El papel de la memoria

En primer lugar, Agustín piensa que no son los sentidos corporales quienes conocen sino el alma a través de los sentidos corporales. Para Agustín, aunque el hombre es el compuesto de alma y cuerpo, el alma es la “parte” superior y la que constituye nuestra identidad personal: el “hombre interior” que somos cada uno de nosotros. Los sentidos corporales son instrumentos de los que se sirve el alma para conocer el mundo exterior, instrumentos que se limitan a notificar al alma, al sentido interior, la presencia de las cosas exteriores y sus movimientos. Pero es el alma la que, presente toda ella en todas las partes del cuerpo:
- intensifica su atención en las modificaciones que padecen los órganos sensoriales por efecto de las cosas y sus movimientos,
- crea de su propia sustancia una imagen de la cosa semejante a ella y
- retiene esa imagen en la memoria: esa imagen es lo que llamamos “sensación”, que no es algo que el alma padece sino algo que el alma hace, pues lo superior (el alma) no puede padecer por causa de lo inferior (el cuerpo, los órganos sensoriales).
Evidentemente si no fuera por la memoria nosotros no podríamos tener constancia de la existencia de nada exterior (ni siquiera de nuestra propia existencia), pues todas las cosas (e incluso nosotros mismos) son intrínsecamente mutables y esto significa que su identidad no se mantiene a través del tiempo, que no son las mismas cosas de un instante a otro. Si las cosas (o nosotros mismos) se nos presentan con cierta unidad y permanencia es como consecuencia de la creación y retención de sus imágenes en nuestra memoria. Por consiguiente, la función de la memoria es fundamental para el conocimiento de las cosas exteriores y para el conocimiento de nosotros mismos, puesto que sin ella nada existiría para nosotros. En este sentido, Agustín piensa que la memoria constituye una imagen del Padre, pues así como el Padre crea y conserva todas las cosas, así nuestra memoria crea y retiene las imágenes de las cosas de modo que su existencia sea constatable para nosotros.
Ahora bien, toda existencia se nos da como la existencia de esto o lo otro, de esta o aquella cosa (perteneciente a esta o aquella especie o género) o de esta o aquella propiedad o relación entre cosas. Es decir, nosotros juzgamos acerca de las cosas externas, emitimos juicios del tipo “Esto es A”, donde “esto” se refiere a la imagen de la cosa que formamos y retenemos en la memoria, y “A” se refiere a la especie o al género o una cualidad o cantidad o cualquier otra propiedad o relación de la cosa. ¿Cómo podemos hacer esto? Según Agustín, podemos juzgar acerca de las cosas externas sólo porque tenemos un conocimiento implícito, a priori, de ciertas formas inteligibles, de aquello en lo que consiste ser-A o ser-B. En el texto, Agustín habla de la forma de lo justo y dice que tenemos “un sentido del hombre interior por el que sentimos lo justo y lo injusto; lo justo por su hermosura (specie: forma) inteligible y lo injusto por la privación de esa hermosura”. Y, también en el texto, Agustín vincula la capacidad de juzgar con la recepción de “esa luz incorpórea que ilumina nuestra mente para poder juzgar con rectitud de todo esto”. Es la célebre teoría agustiniana de la iluminación, que ha sido objeto de múltiples comentarios e interpretaciones. ¿Qué quiere decir Agustín?
Pues que nuestro conocimiento sensible, que se reduce al juicio recto (a la opinión verdadera), no tiene su fundamento en lo sensible mismo, sino que lo tiene en nosotros mismos, en nuestra propia interioridad, en nuestro sentido interior o en nuestra memoria, donde hay ciertas “nociones impresas” que han sido imprimidas allí por el mismo Dios, con las que comparamos las imágenes que formamos de las cosas dando lugar a juicios, cuya rectitud dependerá de que, efectivamente, la imagen de la cosa convenga a la noción impresa. Si, por ejemplo, decimos “esto es cuadrado”, la rectitud de este juicio dependerá de si la imagen de la cosa (esto) conviene o no conviene, se ajusta o no se ajusta, a la noción impresa de “ser-cuadrado” que poseemos implícitamente en nuestra memoria. En algunos textos agustinianos, la metáfora de la iluminación parece hacer referencia a esta impresión de la que es objeto nuestra alma, como si fuera una tablilla de cera en la que se imprimen la formas de un anillo, y que hace posible juzgar rectamente acerca de lo sensible. El anillo es el mismo Verbo divino, la misma Inteligencia o Razón (Logos) de Dios, y las formas del anillo son las Ideas ejemplares presentes en la Mente de Dios. La iluminación divina tendría entonces una función ideogenética, es decir, una función en la explicación del origen de los conceptos o ideas que empleamos en nuestros juicios.


4.2. El conocimiento intelectual. El papel de la inteligencia.

Pero, según Agustín, esas nociones impresas pueden convertirse en conocimientos expresos (cognitiones, notitias), actuales, si el alma, volviéndose hacia sí misma, hacia su memoria, las considera en sí mismas con independencia de toda imagen sensible, esto es, si explicita qué es aquello en lo que consiste ser-A o ser-B, es decir, cuál es el fundamento de la verdad de los juicios sobre lo sensible. Esto ya no es un conocimiento de lo sensible, temporal y mutable, a partir de ideas o modelos inteligibles, sino un conocimiento de las ideas o modelos inteligibles mismos, intemporales e inmutables. Haciendo esto, volviéndose hacia el fondo de la memoria y contemplando allí tales ideas, nuestra alma llega a ser consciente de sí misma en cuanto portadora de especies o formas inteligibles, esto es, en cuanto Inteligencia o Razón. Así cuando decimos que ser-cuadrado consiste en ser-figura con cuatro lados iguales, no nos estamos refiriendo a esta o aquella cosa cuadrada, sino que estamos entendiendo la idea de cuadrado, el objeto inteligible “cuadrado”, entendimiento que nos remite a otras ideas (figura, lado, igualdad) que también podemos entender. Y cuando, partiendo de esas definiciones, llegamos a deducir otras conexiones entre ideas, el tipo de juicios que llegamos a formular no serán ya verdades de hecho, sino verdades eternas, que no han empezado a ser cuando las hemos pensado ni dejan de ser cuando dejamos de pensarlas, puesto que esas conexiones entre unas ideas y otras se nos aparecen como conexiones internas y necesarias: internas porque no las establecemos nosotros, sino que las reconocemos como inmanentes a las ideas; necesarias, puesto que no dependen de nuestra voluntad, de modo no podemos pensar que pudieran ser otras que las que son. Por esto mismo estas verdades son, además, universales, es decir, reconocibles por toda alma racional, no privadas o propias de esta o aquella alma, como las sensaciones u otros estados internos.
Ahora bien, ¿cómo podría nuestra Inteligencia o Razón, que es temporal, mutable, particular y contingente, ser el fundamento de estas verdades eternas, inmutables, universales y necesarias? No podría: el fundamento ontológico de estas verdades sólo puede estar en el Ser eterno, inmutable y necesario, esto es, en Dios, en la Inteligencia o Verbo divino. Y la fuente de la inteligibilidad de estas ideas y verdades sólo puede ser la Verdad o Luz que irradia desde ese fundamento e ilumina nuestra mente de modo que podamos reconocer tales verdades como verdades eternas, es decir, con esas características de universalidad, necesidad, eternidad e inmutabilidad. Se trata otra vez de la doctrina de la iluminación, pero ahora no con la función ideogenética que parecía tener en la explicación del conocimiento sensible, sino como explicación de nuestro reconocimiento de la necesidad, eternidad e inmutabilidad de las verdades que hallamos en el conocimiento intelectual.
Algunos textos de Agustín parecen abonar la interpretación de la doctrina de la iluminación que se ha dado en llamar “interpretación ontologista”, según la cual si conocemos las ideas y verdades eternas a la luz de Dios y si esas verdades e ideas existen en la mente de Dios, habremos de decir que vemos la verdad en Dios y que ver las ideas divinas es ver a Dios. Así N. Malebranche, el contemporáneo de Descartes, citaba a Agustín para apoyar su doctrina de que vemos la verdad en Dios y, más recientemente, Gioberti, Rosmini y Hessen defendieron esta interpretación del agustinismo. Sin embargo, otros intérpretes, p.e., F. Copleston niegan que esta interpretación sea compatible con el sentido general del pensamiento de Agustín. Si Agustín hubiera pensado que vemos las verdades e ideas en Dios, no se habría molestado en ofrecer pruebas de la existencia de Dios a quienes, aun comprendiendo las verdades eternas, no admiten la existencia de Dios.
En cualquier caso, lo que debemos considerar para la explicación de nuestro texto es que Agustín considera que el hecho de que nuestra alma pueda hallar en sí misma y entender ideas y verdades eternas, es decir, el hecho de que a partir de la memoria, nuestra alma se conozca a sí misma como Inteligencia, “demuestra” que nuestra alma, nuestra inteligencia, es imagen del Verbo o Inteligencia divina. Pues lo que hace Dios Padre cuando, de su propio fondo y sustancia, engendra el Verbo, al Hijo, su Sabiduría, es exactamente lo mismo: “acordarse” de sí mismo y conocerse a sí mismo como Inteligencia, hallando en sí mismo las Ideas de todas las cosas. Ahora bien, así como es uno y el mismo Amor lo que produce esta generación y este autoconocimiento: la generación del Hijo es un acto de Amor del Padre hacia el Hijo y el autoconocimiento del Padre como Inteligencia (Hijo) es un acto de amor del Hijo hacia el Padre, así también es uno y el mismo amor el que nos mueve a conocer nuestra existencia y a amar esta existencia y nuestro conocimiento. En lo cual, en este amor, se reconoce que nuestra voluntad es una imagen del Espíritu Santo, que procede del Amor entre el Padre y el Hijo. Por su existencia y por su memoria de ella nuestra alma imita al Padre, por su conocimiento imita al Hijo, y por el amor a la existencia y al conocimiento imita al Espíritu Santo. Y está destinada a no poder hallar satisfacción a este amor a la existencia y al conocimiento más que en el Padre y en el Hijo, a los que sólo podrá ser conducida si su voluntad se asimila a la voluntad de Dios y si su amor se deja inundar por el amor de Dios, por el Espíritu Santo. Sólo así alcanzará la felicidad en la eterna contemplación del Ser eterno que es la Verdad eterna y que es el Bien supremo.

5. Eudemonismo

El eudemonismo es aquella doctrina filosófica que hace consistir el sentido de la existencia humana en el logro de la felicidad y que, por tanto, establece la bondad o maldad de los actos humanos en función de que sean o no medios adecuados para el logro de la felicidad. Evidentemente, las teorías eudemonistas difieren en qué es lo que consideran como contenido de la felicidad, en cuál es el bien que puede proporcionar la felicidad.

5.1. El amor a la existencia y al conocimiento como pondus de la voluntad humana

Según Agustín, toda criatura lleva inscrita en su naturaleza una tendencia a la realización de las actividades que le son propias, realización que constituye el fin de su existencia y en la que hallan la perfección o la bondad de que son capaces, perfección que se esfuerzan por conservar a toda costa. Esa tendencia o impulso es lo que Agustín denomina “pondus”, peso. Así, en el texto, Agustín nos explica cómo cada clase de criatura se esfuerza por perseverar en el ser de acuerdo con su naturaleza peculiar. Pues bien, el pondus del alma humana es su amor, la operación o el dinamismo de su voluntad. Este amor se dirige, en primer término, a la propia existencia, a la conservación de la propia existencia, y es tan fuerte que incluso quienes son infelices, quienes tendrían más razones para desear la muerte, se aferran a la vida y, antes que morir, prefieren una inmortalidad en la que no tenga fin su miseria, su infelicidad. Cuánto más no querrían, viene a decir, una inmortalidad en la que no tuviese fin la felicidad. Por eso dice Agustín: “Tan verdad es que no hay nadie que no quiera existir como que no hay nadie que no quiera ser feliz. ¿Y cómo puede ser feliz si no existe?”. Y es que la felicidad es el fin último de nuestro amor, del dinamismo de nuestra voluntad. De modo que el amor a la existencia es el presupuesto del amor a la felicidad. Queremos vivir siempre, pero queremos vivir para ser siempre felices. Por tanto, la felicidad que todo ser humano anhela no es una felicidad transitoria, puntual, sino una felicidad permanente. Una felicidad transitoria no sería verdadera felicidad, pues estaría siempre enturbiada por el temor a la pérdida del bien que la produce. Por tanto, ningún bien temporal puede satisfacer el anhelo de felicidad que anima a la voluntad humana. Sólo un bien eterno podría satisfacer ese anhelo. Y de hecho debemos tener algún conocimiento de ese bien y de esa felicidad, pues de otro modo no los buscaríamos.
Ahora bien, del mismo modo que los demás seres se esfuerzan por perseverar en el ser según su naturaleza peculiar, esto es, realizando las perfecciones que son propias de su naturaleza, la felicidad, como fin último de nuestro amor, de nuestro pondus, tiene que coincidir con la perfección de nuestra naturaleza, perfección que sólo alcanzaremos realizando las actividades que son propias de nuestra naturaleza. Y siendo la naturaleza humana la de un ser inteligente, la felicidad no podrá hallarse al margen del conocimiento de la verdad, sino que la felicidad (beatitudo) coincidirá con la sabiduría (sapientia). Y, por tanto, el Bien eterno capaz de saciar nuestro anhelo de felicidad no podrá ser algo distinto de la Verdad eterna.
Hasta aquí el pensamiento de Agustín parece responder al esquema antropológico socrático-platónico, intelectualista en general. Sólo faltaría añadir que toda desviación de la dirección de nuestro pondus, de nuestro amor, es producto de la ignorancia y de las falsas opiniones, que derivan del hecho de que nuestra alma racional vive embutida en un cuerpo cuyos órganos sensoriales no le proporcionan más que apariencias de las cosas, hacia las cuales se dirige entonces nuestra voluntad, la cual se limita a querer lo que el entendimiento o, mejor, la imaginación le presenta infundada y, a menudo erróneamente, como “bueno”. Para recuperar la dirección de nuestro pondus hacia el Bien, para lograr la felicidad, basta con que nuestra alma prescinda del testimonio de los sentidos y empiece a buscar la verdadera naturaleza de las cosas a través de la razón. La comprensión racional del orden racional de lo real que irá adquiriendo de este modo le irá haciendo cada vez más sabia y prudente y en esa sabiduría y prudencia consistirá su virtud y su felicidad.

5.2. La experiencia de la fe y la libertad de la voluntad

Sin embargo, la reflexión sobre su propia experiencia enseñó a Agustín otra concepción del dinamismo de la voluntad y de su relación con el entendimiento o razón. Pues Agustín empezó su trayectoria intelectual asumiendo el ideal intelectualista del sabio, pero fue sintiendo cada vez más angustiosamente su incapacidad para hallar soluciones racionalmente satisfactorias a los problemas filosóficos y la incapacidad de su voluntad para orientar su vida en el sentido de la virtud. Y aunque, según parece, fueron las lecturas de “los libros de los platónicos” las que empezaron a despejar su intelecto de las dudas, fue indudablemente su experiencia de la fe la que otorgó claridad a su mente y eficacia a su voluntad para continuar la búsqueda de la verdad y para amar eficazmente la virtud. Pero ni la virtud ni la verdad cuyo horizonte se le abre tras la experiencia de la fe tienen ya el mismo significado que tenían antes de esa experiencia. ¿Por qué? Porque la Verdad ya no es más el término de una incierta búsqueda racional, sino que ahora es el Verbo, la Palabra revelada por Dios a los hombres a través de las Escrituras y, sobre todo, Encarnada en Jesucristo. Y la virtud ya no es más la excelencia en la realización de la actividad racional, sino la adhesión de la voluntad humana a la voluntad divina, a la Ley del Amor. ¿Qué ha ocurrido aquí? Pues que la experiencia de la fe es una experiencia en la que la voluntad opera sin una previa determinación por parte de la razón, antes bien, determinando ella a la razón a considerar ciertas premisas o verdades indudables (los dogmas) que ésta –la razón- deberá esforzarse en racionalizar, en aclarar racionalmente hasta donde sea posible[1].
Agustín ha interpretado esta experiencia como la experiencia de la suprema libertad de la voluntad, de su total independencia de la razón. Desde luego, esto invierte el esquema intelectualista de la conducta humana. De modo que, en adelante, Agustín pensará que cuando nos apartamos del orden que es propio de nuestra naturaleza, cuando nos apartamos de Dios, no lo hacemos por ignorancia o error, sino simplemente porque queremos. Nuestra voluntad no opera determinada por engañosas representaciones sensibles o por razonamientos erróneos, sino que opera por sí misma: es ella misma la causa de su dirección, es ella misma la que se inclina hacia ciertos objetos, con independencia de cómo se los presenten el entendimiento o la imaginación. Para querer no es necesario que el objeto se nos presente como bueno, puede presentársenos como malo y, sin embargo, quererlo nosotros; así como puede presentársenos como bueno y, sin embargo, no quererlo. Ninguna representación, ningún acto del entendimiento o de la imaginación, puede determinar a la voluntad a elegir en una dirección si esa voluntad no quiere elegir en esa dirección[2].
No obstante, Agustín seguirá admitiendo que la voluntad humana está ordenada al conocimiento de la Verdad y que en ese conocimiento (sabiduría) consiste la felicidad; seguirá admitiendo, por tanto, que la voluntad humana está orientada a Dios por naturaleza, pues Dios es la Verdad y el Bien eterno capaz de proporcionarnos la sabiduría. Pero Agustín pensará que, como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana se halla en un estado tal que la Razón no puede comprender por sí misma claramente la Verdad y el Bien, sino que la Verdad y el Bien sólo se presentan a quien tiene fe, a quien, por tanto, ha renunciado previamente a que la Verdad se le presente claramente a la razón, a quien ha desesperado de la razón y, reconociendo su impotencia para conocer la verdad, ha entregado voluntariamente su asentimiento a la Autoridad de las Escrituras, a la Revelación y, dejándose inundar por el amor divino, se ha determinado a cumplir la voluntad de Dios, la Ley del Amor.
De modo que la recuperación de la dirección natural de nuestro pondus, de nuestro amor, depende únicamente de nuestra voluntad, que es lo único que, según Agustín, está enteramente en nuestro poder. Y la elección ante la que nos hallamos es siempre una y la misma: la de amar a Dios sobre todas las cosas, lo que supone aceptar, por la fe, la voluntad de Dios expresada en las Escrituras, o amarse a sí misma y a las demás cosas por encima de Dios. Si elegimos lo segundo pecaremos, desde luego, nos alejaremos más de Dios, y hasta cierto punto es indiferente qué “bien” situemos como bien último, como meta de nuestras aspiraciones: los bienes materiales o los bienes espirituales (la ciencia), pues no podremos hallar la felicidad en ninguno de ellos. Si elegimos amar a Dios sobre todas las cosas, experimentaremos ciertamente el amor divino, la presencia del Espíritu en nosotros, pero entonces se nos abrirá una perspectiva extraordinariamente dramática e incierta, pues nos veremos obligados a confesar con humildad nuestra radical impotencia para hacer el bien y nuestra radical disposición para hacer y padecer, con la ayuda de Dios, todo lo que Dios mande -de ahí la famosa expresión agustiniana: “Manda lo que quieras, pero dame lo que mandes”- sin poder confiar en ningún caso en nuestra capacidad para hacer méritos que obliguen a Dios a procurarnos la salvación, la felicidad eterna. Incluso nos veremos obligados a confesar retrospectivamente que la corrupción de nuestra naturaleza por el pecado original era tal que ni siquiera habríamos sido capaces por nosotros mismos de elegir amar a Dios y creer en su Palabra sin una especial ayuda suya, sin el concurso de su Gracia.
El problema de la elección entre los dos “amores” (“el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo y el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios”) se complica si se tiene en cuenta la permanencia del pecado original en nuestra naturaleza. Pues la afirmación de esa permanencia, con la consiguiente afirmación de la total dependencia de nuestra voluntad respecto de la Gracia divina, parece hallarse en contradicción con la afirmación de la total libertad de la voluntad humana. Pues sin la Gracia divina, nuestra voluntad no puede dejar de pecar, hallándose presa de la cadena de los hábitos, contraídos por la repetición de actos pecaminosos a los que desde nuestra infancia nos vemos inclinados. El tema se complica todavía más cuando lo consideramos a la luz de las doctrinas de la presciencia divina y de la predestinación. Pues la primera afirma que Dios conoce de antemano todo lo que vamos a querer y todo lo que vamos a hacer, es decir, que en su mente omnisciente están todas las acciones y todos los movimientos de nuestra voluntad en el orden en el que se producirán. Agustín piensa que esto no conduce al fatalismo, a la negación del libre albedrío, pues Dios conoce nuestras acciones en tanto efectos de nuestra voluntad, no de ninguna otra causa, y su ciencia no supone ninguna coacción externa sobre nuestra voluntad. Querremos lo que Dios sabe que querremos, pero lo querremos nosotros, libremente. Sin embargo, Agustín piensa que, aunque no todo querer procede de Dios, sí que procede de Dios todo poder. Es decir, que lo que queremos sólo podremos hacerlo si Dios permite que lo hagamos. De modo que seremos juzgados no tanto por nuestras acciones cuanto por la dirección de nuestra voluntad. De ahí otra controvertida expresión agustiniana: “Ama, y después haz lo que quieras”. En cuanto a la doctrina de la predestinación, según la cual nuestra salvación o condenación están decididas de antemano por Dios, quien desde toda la eternidad ha elegido a un determinado número de seres humanos, es difícil eludir sus consecuencias nefastas desde el punto de vista moral, pues parece invitar al abandono de todo esfuerzo moral. De hecho, Agustín recibiría cartas apremiantes del prior del monasterio de Hadrumeto, cuyos monjes habían abandonado su conducta a las inclinaciones espontáneas de su voluntad después de leer las obras de Agustín sobre la Gracia y la predestinación.

[1] Una vez que se crea, se podrá entender, si bien la plena comprensión racional de la Verdad tampoco será posible en esta vida. Pero, desde luego, si no se cree, no se podrá entender. Obviamente, las Escrituras deben entenderse mínimamente para saber qué es lo que debe creerse, es decir, la fe necesita a la razón antes de producirse el asentimiento a la verdad revelada y la necesitará después para aclarar el significado último de los credibilia (de las cosas creídas) . Pues, como dirá siglos más tarde Anselmo de Canterbury, “fides quaerens intellectus” (la fe exige la comprensión)
[2] Es más: no puede haber acto alguno de conocimiento que no presuponga un previo movimiento de la voluntad.Pues la voluntad no sólo es la que impulsa a la razón a buscar la verdad y a recorrer el camino del exterior al interior donde halla primero las verdades de hecho relativas a la propia existencia y a los estados internos y después las verdades eternas, sino que incluso la sensación, el grado inferior del conocimiento, depende de la atención y la atención es una operación de la voluntad. La memoria, de la que depende la percepción de las cosas, también presupone un acto de la voluntad. Pero, sobre todo, el juicio acerca de las cosas sensibles, por el que doy mi asentimiento a lo que se me presenta a través de los sentidos, es algo de lo que siempre me puedo abstener, tal como enseñan los escépticos. Por lo que si no quiero, no me engaño. Y también el razonamiento es una operación de la voluntad, que podemos llevar más o menos lejos y en la que no cabe más error que el que estemos dispuestos a permitir por indolencia o hastío.