martes, 11 de diciembre de 2007

Contextualización San Agustín

CONTEXTUALIZACIÓN DEL FRAGMENTO 26-27 DEL LIBRO XI DE
LA CIUDAD DE DIOS DE AGUSTÍN DE HIPONA
(Luis Francisco Martínez Conesa, I.E.S. “Barrio de Peral”. luismart@ono.com )

1. ROMA Y EL MUNDO HELENÍSTICO 1

2. LA FILOSOFIA EN EL MUNDO HELENISTICO Y EL AUGE DE LAS RELIGIONES DE SALVACION 3
2.1. El estoicismo 4
2.2. El epicureismo 4
2.3. El escepticismo 5
2.4. El neoplatonismo 5
2.5. Las religiones de salvación 6

3. EL CRISTIANISMO COMO RELIGIÓN DE SALVACIÓN 7
3.1. Judaísmo y cristianismo. 7
3.2. Filosofía y cristianismo. 9
3.2.1. Creatio ex nihilo 9
3.2.2. El alma humana y su salvación. 11
3.2.2.1. La conducta moral. Intelectualismo y voluntarismo 11
3.2.2.2. El problema de la salvación. Gracia, libertad y predestinación 12
3.2.3 Historia universal como historia de la salvación. El papel de la Iglesia 13



1. ROMA Y EL MUNDO HELENÍSTICO

El proceso que conduce desde la disolución del mundo antiguo hasta los comienzos de la Edad media es un proceso largo y complejo que hunde sus raíces en las Guerras del Peloponeso y alcanza hasta la caída del Imperio romano de Occidente en el siglo V de nuestra era. No aspiramos siquiera a esbozar un cuadro explicativo de tal proceso histórico. Nos limitaremos a señalar una serie de aspectos de este proceso cuya comprensión consideramos imprescindible para una correcta interpretación del texto agustiniano.
La entrada en la escena internacional de los ejércitos de la república romana, que habían convertido a ésta en una potencia militar conquistando la totalidad de la península itálica, significó la ruptura del equilibrio de fuerzas a que habían llegado las dinastías helenísticas cuyos reinos heredaron y se dividieron el imperio de Alejandro Magno (†323 a.C.): la de los Ptolomeos y la de los Seléucidas. Tras derrotar a los cartagineses, Roma adquirió la hegemonía en el mundo helenístico al tiempo que su organización política abandonaba la forma republicana y adoptaba la forma de la monarquía imperial. Las fronteras del Imperio llegarían a alcanzar, hacia el Oeste, hasta la península ibérica, Francia y las islas británicas, hacia el Norte, hasta el Rin y el Danubio, hacia el Sur, hasta las actuales Argelia, Túnez y Egipto, así como, hacia el Este, todo el Oriente Próximo, Persia, hasta casi llegar a la India. Allí donde hubiera algún foco de interés económico (cereales como en África y Egipto, metales como en la península ibérica, etc.) que pudiera contribuir a la grandeza de la ciudad eterna, que ya en época de Augusto alcanzó el millón de habitantes, allí eran enviadas las legiones romanas, a fin de ofrecer a los nativos la posibilidad de convertirse primero en súbditos de Roma (a cambio de parte de su riqueza) y más tarde, desde Caracalla, en ciudadanos romanos. Con frecuencia, a pesar de la presencia de gobernadores, cónsules y terratenientes romanos, las oligarquías locales continuaban desempeñando algunas de sus tradicionales funciones judiciales y religiosas, lo que hacía de la dominación romana una dominación “tolerante” con las diferencias culturales (mientras no estuvieran en juego los intereses estratégicos -políticos, económicos o militares- de Roma).
La dinámica expansionista de la política exterior romana creó una magnífica red de infraestructuras de comunicaciones que facilitaron las relaciones comerciales a lo largo y ancho del imperio, lo que permitía satisfacer no sólo las necesidades básicas de la mayor parte de la población (incluidos los esclavos), sino incluso el disfrute de cada vez más y más caros artículos de lujo por parte de las capas altas. En ocasiones, sin embargo, el incremento del consumo superaba al de la producción, y esto forzaba al Estado a extender sus dominios. El Estado, concebido como Estado benefactor, se veía obligado a incrementar su aparato cada vez más: no sólo el ejército debía crecer, sino también la burocracia administrativa. Este crecimiento del aparato estatal hubo de ser financiado a través de la presión fiscal, una vez que las guerras de conquista cesaron y con ellas los botines de guerra. El aumento de la presión fiscal aumentaba el fraude y la evasión, sobre todo por parte de los grandes terratenientes de las provincias, para los cuales era fácil sobornar a los recaudadores e incluso a los gobernadores. El colapso del Estado en el siglo V y la definitiva decadencia de Roma tuvieron que ver con estos desequilibrios económicos, a cuyo efecto desintegrador coadyuvaron naturalmente otras muchas causas tanto ideológicas como políticas, entre las que, claro está, estuvo la presión de las tribus bárbaras no romanizadas a lo largo de las fronteras del Imperio.
Pero lo que nos interesa subrayar en todo lo anterior de cara a una mejor comprensión del fenómeno ideológico del cristianismo (y del pensamiento de Agustín como parte de ese fenómeno) es la medida en que el mundo helenístico fue un caldo de cultivo para el triunfo del cristianismo mejor que el mundo de la ciudad-estado. Y es que la destrucción de la forma de vida política que significó la ciudad-estado tuvo como consecuencia un creciente sentimiento individual de soledad y de desamparo. No es lo mismo ser ciudadano de una pequeña república que súbdito de un gran Imperio. El sentimiento de pertenencia a una comunidad es algo importante a la hora de construir la conciencia de la propia identidad individual y dar sentido a la propia vida. Si el individuo puede participar en la vida política de la comunidad en condiciones de igualdad con el resto de los individuos, comprenderá que su destino depende del destino de la ciudad y aceptará sacrificar parte de sus intereses particulares por mor del interés general. Entonces todos sentirán el bien común como algo propio y esto será como si la ciudad viviese en cada uno de ellos. Esta armonía de la vida pública y la vida privada había sido el sueño de los grandes filósofos de la época clásica, sobre todo de Sócrates, de Platón y de Aristóteles (si bien es cierto que cada uno lo soñó de una manera, incluso alguno como un sueño imposible). Para ellos la razón enseña que los intereses particulares sólo pueden satisfacerse en el seno de la comunidad y que destruir la vida social significa, a la larga, destruir lo que hace posible toda vida individual y todo proyecto de felicidad. Cuando los individuos ya no pueden participar en la vida política, el Estado se les aparece como un poder extraño al que hay que plegarse si uno quiere siquiera seguir viviendo. La propia vida se convierte entonces en el único valor y la razón sólo sirve para conservarla y, si la suerte es propicia, para aumentar el propio bienestar, al mismo tiempo que ilustra sobre la necedad de poner la felicidad en los bienes que dependen de la Fortuna. Sucede, sin embargo, que esta visión de la vida como entregada a los avatares del Azar, como algo en el fondo incomprensible e irracional, resulta difícil de ser soportada y tiende a ser desechada tanto por los sistemas filosóficos producidos en las llamadas Escuelas Morales como por diversas formas de religiosidad que, alejadas de las formas de la religiosidad pública (ya sea de los cultos de las ciudades, ya sea del culto imperial), ponen el destino del individuo como centro de su preocupación: se trata de las llamadas religiones de salvación y proliferaron en el mundo helenístico desde muy pronto.

2. LA FILOSOFIA EN EL MUNDO HELENISTICO Y EL AUGE DE LAS RELIGIONES DE SALVACION

En efecto, la destrucción de la Ciudad-estado como forma de vida política independiente por causa de la expansión de los imperios helenísticos no pudo menos que afectar a ese producto de la polis que fue la filosofía. Podemos decir que las tendencias científico-materialistas y las tendencias morales-espiritualistas, que se habían mantenido intencionalmente unidas en las grandes síntesis platónica y aristotélica, comenzaron a separarse, al mismo tiempo que una serie de prácticas y creencias mágico-religiosas se ofrecían a los seres humanos como religiones de salvación que prometían la felicidad y/o la inmortalidad a los individuos, al margen de su pertenencia al Estado y de su condición social.
Este período helenístico vio un desarrollo espectacular de las ciencias, tanto de las matemáticas (Geometría, Aritmética, Astronomía) como de las que hoy llamaríamos ciencias naturales (Mecánica, Biología, Medicina) y sociales (filología, historia). Bastaría citar nombres como los de Euclides, Ptolomeo, Hiparco, Aristarco y Arquímedes, para hacernos una idea de la amplitud de ese desarrollo. La llamada Escuela de Alejandría, sobre todo, se convertiría en el centro de esta tendencia científico-materialista. Por el otro lado, Atenas siguió siendo el centro de la tendencia moral-espiritualista, con las escuelas herederas del intelectualismo moral de Sócrates, la Academia, el Liceo, la Stoa y el Jardín, fundados por Platón, Aristóteles, Zenón de Citium y Epicuro respectivamente. Aunque las dos primeras subsistieron hasta el cierre de estas escuelas por el emperador cristiano Justiniano en el 529 d. C., serían la tercera y la cuarta, que dieron lugar a las corrientes denominadas estoicismo y epicureísmo, las que terminarían por hacerse más populares, si bien la fama de la segunda sería más bien negativa (identificada injustamente con un materialismo y un hedonismo groseros). Más tarde, aunque con sus raíces en algunas tendencias de la Academia, aparecerá el neoplatonismo, que servirá de puente entre la filosofía griega y el cristianismo.


2.1. El estoicismo

El estoicismo[1], cuya influencia sobre el cristianismo es notable, afirma la esencial igualdad de todos los seres humanos (hombres y mujeres, griegos y bárbaros, libres y esclavos) frente al particularismo de la filosofía griega de la época clásica y en consonancia con el universalismo de los Imperios de la época. La naturaleza del ser humano, ser dotado de razón y de libertad, es parte de la Naturaleza como totalidad ordenada, continuo material dinámico sujeto a una Ley/Razón (Logos) divina Universal que es inmanente a, y se cumple necesariamente en, todos y cada uno de los acontecimientos naturales. La felicidad humana consiste en la virtud y ésta en vivir "según la Naturaleza", es decir, en determinar la conducta en conformidad con la razón (intelectualismo moral)intentando que ésta coincida en todo momento con la Razón universal. La libertad no es, pues, arbitrio, sino aceptación y la virtud consiste en una íntima vinculación con el mundo, en integrarlo todo en nuestra vida. La fe en la Providencia es el fundamento de la aceptación del destino: nada malo puede suceder al sabio que, dominando sus pasiones, no pone su felicidad en los objetos externos, sino en el ejercicio constante de la virtud, pues el mal es precisamente resultado del dejarse arrastrar por las pasiones, confundiendo aquello que podemos y debemos hacer y aquello que nos es exterior y sucederá necesariamente. El uso de la razón convierte al sabio en autosuficiente, impasible e imperturbable. Placer, dolor, deseo, temor, etc. son mera ignorancia; en realidad, no hay bien ni mal en lo que nos ocurre (por tanto, no hay nada "deseable" y "temible", "agradable" y "desagradable") porque todo lo que ocurre es sencillamente lo que tiene que ocurrir. El conocimiento extingue las ilusiones del placer y del dolor, porque comprendiendo el acontecer por encima de lo inmediato, comprendemos que no hay para nosotros "mejor" ni "peor".

2.2.El epicureísmo

Los epicúreos[2] rechazan el determinismo de los estoicos, mediante una curiosa reinterpretación del Atomismo que les lleva a afirmar el azar (tyché). Pues piensan que toda la disposición de los mundos, consistente en el movimiento y el agrupamiento de átomos, arranca de un acontecimiento casual, no sometido a necesidad alguna: la desviación (declinatio o clinamen) de los átomos de su trayectoria rectilínea en el vacío, lo que les llevó a chocar unos con otros y a entrar en complejos movimientos y disposiciones que constituyen la infinidad de los mundos.
Para ellos, la felicidad consiste en el placer (hedoné) y, por tanto, la norma moral es la norma del mayor placer. Pero el placer del que se habla aquí no es el placer dinámico (como pensaban los cirenaicos, discípulos de Aristipo de Cirene), el que acompaña a la satisfacción de un deseo, sino el placer catastemático, no un movimiento, sino un estado: la ausencia de perturbación (ataraxía).

2.3.El escepticismo

En el pensamiento de las dos escuelas que hemos someramente analizado, hay, además de una Física y una Ética, una lógica o "canónica" que incluye una teoría del conocimiento, en cuyos detalles no podemos entrar. Pero ambas dan por supuesto que es posible un conocimiento del mundo, como representación verdadera ("fantasía cataléptica" en los estoicos, "sensación" en los epicúreos) de las cosas y de los procesos mundanos, y sobre esa posibilidad de conocer el mundo fundamentan su teoría ética, siguiendo cada una a su manera la ecuación del intelectualismo socrático "felicidad=virtud=sabiduría". Pues bien, los escépticos[3] niegan precisamente la posibilidad del conocimiento como representación verdadera de las cosas, estableciendo la imposibilidad de comparar las representaciones con las cosas, esto es, negando que podamos tener un criterio de la verdad. Su "filosofía" consiste en una serie de "tropos" o argumentos que conducen invariablemente a la necesidad de "suspender el juicio" (epoché), es decir, a la necesidad de no afirmar ni negar ninguna tesis, ni siquiera la de que "todo es falso". Por eso la sabiduría consiste en una "epoché" permanente y en una indagación (skepsis) igualmente permanente, como única respuesta a la cuestión de en qué consiste la sabiduría=virtud=felicidad.

2.4. El Neoplatonismo

El neoplatonismo es una visión metafísico-religiosa del mundo de carácter cosmocéntrico que se ofrece como alternativa intelectualmente seria a las múltiples religiones de salvación que proliferaron en el área de difusión helénica en este periodo. El neoplatonismo parte de los problemas esenciales a la visión metafísico-religiosa del mundo que el propio Platón había dejado “abiertos”. En primer lugar, si el Bien es el Ser que está “más allá de la esencia en cuanto a dignidad y poder” (Rep. VI...), el fundamento de todo cuanto existe verdaderamente (de toda Idea), en el sentido de que todo ser, en cuanto ser, es bueno por participación del Bien, ¿cómo puede éste ser Idea objeto de contemplación, sin convertirse en un ente? Es el problema de la diferencia ontológica entre Ser y ente. En segundo lugar, está el problema de la relación entre la Idea del Bien, el fundamento de la totalidad de lo real de la República, y el Demiurgo, la divinidad ordenadora del mundo del Timeo. ¿Es este Demiurgo un recurso mito-poético de Platón para explicar la creación del mundo, tratándose en realidad de una mera personificación de la Idea del Bien? ¿O se trata de una figura divina real para Platón? Es el problema de cuál es la causa última de la existencia del mundo. En tercer lugar, está el problema de la relación entre el mundo sensible de cosas-apariencias particulares, múltiples y cambiantes y el mundo inteligible de las Ideas “separadas” universales, únicas y eternas. ¿Cómo puede algo que está “separado” ontológicamente de otra cosa ser la esencia de esa cosa? Es decir, el problema del ser de lo real y del estatuto ontológico de la realidad sensible (incluyendo el de cuántas clases de cosas deben existir). En el neoplatonismo, estos problemas recibirán una “solución” mediante la idea de emanación de lo múltiple a partir de lo Uno por la propia necesidad de su naturaleza. Lo Uno es el Ser que está “más allá de la esencia”, el Bien de Platón, lo Divino Supremo perfectísimo, eterno e infinito (y, por tanto, impersonal), cuya bondad y sobreabundancia de realidad hacen que eternamente se desborde produciendo una serie de hipóstasis (realidades de orden inferior), de las cuales son la Inteligencia y el Alma Universal (el Demiurgo) las primeras. El Alma Universal, volviéndose hacia el Mundo inteligible del que ha emanado, produce la totalidad de las realidades del mundo sensible, de la naturaleza, desde las formas más “altas” de vida intelectiva (las almas humanas) hasta las formas más “bajas” de la Materia inerte, sin que ninguna de las posibilidades de ser real quede por realizar, por ínfima, sucia o insignificante que parezca. La Materia es el extremo, el polo sobre el que todavía proyecta su luz el Uno y más allá del cual no hay nada. El cosmos es un eterno proceso descendente y ascendente, proceso del que el alma humana es el momento central, el gozne. El alma se dispersa y aleja de sí misma en la acción y se recoge y vuelve a sí en la contemplación de los grados superiores del Ser de donde procede. La salvación del alma sólo es posible a través del conocimiento que la eleva por sobre lo particular sensible y, en última instancia, de ese tipo de conocimiento que es la intuición intelectual de lo Uno perfectísimo. El intelectualismo moral de la tradición socrática, liberado del compromiso con la polis y entregado al individualismo, recibe aquí una coloración mística de la que están exentos el estoicismo, el epicureísmo y el escepticismo. Pero en ambos casos se trata de doctrinas de y para individuos pertenecientes a las capas sociales con acceso a la educación, esto es, doctrinas capaces de llenar el hueco que la política, en el sentido más amplio del término, había dejado en sus vidas. En el caso de los estratos sociales más desfavorecidos y privados del acceso a la educación, aquel hueco lo llenarían las religiones de salvación, a cuya aparición condujo en aquella época la evolución de las creencias religiosas.

2.3. Las religiones de salvación

Entendemos por religiosidad de salvación aquella que pone el problema del sufrimiento individual en el centro de la fe y de la práctica religiosa. Los cultos comunitarios y, sobre todo, los de las comunidades políticas, excluyen todos los intereses individuales. El dios tribal, el dios local, el dios de la ciudad y del imperio, se cuida únicamente de intereses que incumben a la totalidad: la lluvia y el sol, la caza, la victoria sobre los enemigos. De ahí que sea la comunidad la que se dirige a él en el culto comunitario. Para la prevención y cura de los males que le afectan como individuo, sobre todo de la enfermedad, éste no se dirige al culto a la comunidad, sino al mago. El prestigio de algunos magos les procuró una clientela indiferente de su filiación local o tribal, y esto condujo a veces a la formación de “comunidades” independientes de las asociaciones étnicas. Muchos “misterios” siguieron este curso. Su promesa era la salvación del individuo como tal de la enfermedad, la pobreza y todo tipo de necesidad y peligro. Así el mago se transformó en mistagogo (lit. el que conduce al iniciado): se desarrollaron dinastías hereditarias u organizaciones de personal adiestrado, con un jefe nombrado según unas u otras reglas. De este modo, se originaron celebraciones religiosas comunitarias que se ocupaban del sufrimiento individual en cuanto tal y de su “redención”. Naturalmente, el evangelio y la promesa se dirigieron justamente a la masa de aquellos que estaban necesitados de redención. Estas masas y sus intereses se situaron en el centro de la actividad profesional del “pastor de almas”, que surge con esto. La actividad de magos y sacerdotes pasó a ser la de determinar las culpas de las que provenía el sufrimiento, la confesión de los “pecados”, que en principio serían faltas contra los mandamientos rituales, y el consejo de la conducta apropiada para borrarlos. Así sus intereses materiales e ideales pudieron irse poniendo al servicio de motivos específicamente plebeyos (proceso que presupone la existencia de una sociedad estratificada, con una plebs, una masa de desfavorecidos por una desigual distribución de la riqueza material). Entre las religiones de redención podemos hallar con frecuencia una religiosidad de “salvador” que presupone el mito de un “redentor”, cuyo punto de arranque estuvo en la primitiva mitología de la naturaleza. Los espíritus de la vegetación y el curso de los astros asociados con las estaciones se convirtieron en los representantes favoritos del mito del dios que sufría, moría y resucitaba y que garantizaba a los hombres en su miseria el retorno de la felicidad inmanente o la seguridad de la trascendencia. El cristianismo será una de estas religiones de “salvador”.
En un primer momento, las promesas de las religiones de redención no se vincularon con requisitos éticos, sino rituales, como, por ejemplo, las ventajas inmanentes y trascendentes de los misterios de Eleusis se vincularon a la pureza ritual y a la asistencia a los misterios. Pero allí donde una profecía influía en la evolución religiosa, ocurría que las desgracias se atribuían a los “pecados” en cuanto falta de fe en el profeta y en sus mandamientos. Por otro lado, al aumentar la importancia del derecho, los dioses protectores del procedimiento jurídico jugaron un papel cada vez más relevante encargándose de proteger el orden tradicional castigando lo injusto y premiando lo justo. Así se irán configurando formas de religiosidad de salvación específicamente éticas, que encontrarán asiento entre las clases socialmente menos favorecidas, sustituyendo totalmente a la magia o constituyendo su complemento racional y que darán lugar a algún tipo de teodicea del sufrimiento debido a la urgencia, paralela a la creciente racionalidad del concepto del mundo, de un sentido “ético” de la distribución de los bienes entre los hombres. Al aumentar la racionalidad del punto de vista ético-religioso e irse eliminando las primitivas ideas mágicas, la teodicea tropezó en el tema del sufrimiento con dificultades crecientes. La desgracia individual “inmerecida” era demasiado frecuente (incluso desde el punto de vista de los estratos favorecidos). Como explicaciones del sufrimiento y de la injusticia aparecieron los pecados cometidos por el individuo en una vida anterior (migración de las almas), o la culpa de los antepasados, que se paga hasta la tercera y la cuarta generación, o, en un sentido más de principio, la podredumbre de todo lo creado en cuanto tal; como promesas de compensación se ofrecieron las esperanzas en una vida futura mejor, ya en este mundo para el individuo (migración de las almas) o para sus sucesores (reino mesiánico), ya en el más allá (paraíso). De modo semejante, la idea metafísica de Dios y del Mundo producida por la inerradicable necesidad de una teodicea sólo permitía la creación de tres sistemas de pensamiento que dieran respuestas racionalmente satisfactorias a la cuestión del fundamento de la incongruencia entre el destino y el mérito: las doctrinas del tipo de la del Karma, el dualismo del tipo del Zoroastrismo y el decreto de predestinación del Deus absconditus. El pensamiento de Agustín de Hipona, obsesionado con el problema de la teodicea, evolucionó desde el dualismo (que pudo encontrar en el maniqueísmo) hasta la tercera solución: la del decreto de predestinación del Deus absconditus.


3. EL CRISTIANISMO COMO RELIGIÓN DE SALVACIÓN

3.1. Judaísmo y cristianismo.

Cuando, de la mano del afán expansionista de las monarquías helenísticas y del Imperio romano, la difusión de la cultura intelectual helénica alcance a Palestina, donde la evolución de las ideas y de las prácticas religiosas había entrado ya en una peculiar senda de racionalización en el sentido de las religiones de salvación, se producirá un punto crucial en el desarrollo del Racionalismo occidental. Una forma de religiosidad, el cristianismo, nacida en el suelo de un Israel que se resiste a la helenización y a la romanización, llegará a convertirse en la religiosidad occidental por excelencia una vez que su contacto con la filosofía griega le dote del arsenal de conceptos necesario para “conquistar” las mentes (aunque no sólo las mentes) de las élites intelectuales, políticas y económicas.
La importancia del judaísmo en este proceso se debe a la creación del Antiguo testamento, el conjunto heterogéneo de libros sagrados del pueblo de Israel que fueron transferidos como libros sagrados al cristianismo por S. Pablo y que contenían una ética religiosa altamente racional, esto es, libre de magia, así como un conjunto de especulaciones acerca del problema de la teodicea. Sin estos libros el cristianismo no habría pasado de ser una doctrina mistérica entre otras. Las características que el judaísmo fue adquiriendo en el curso de su evolución pueden resumirse del siguiente modo:
1) se trata de una religión de salvación de carácter exclusivista, en la que las promesas de salvación no van dirigidas a todo ser humano, sino sólo a los miembros del Pueblo Elegido, segregado ritualmente de su entorno (a través, por ejemplo, de la circuncisión de los niños varones, la restricción de la comunidad de mesa, la prohibición de los matrimonios mixtos, etc.) ;
2) el dios objeto de la fe y del culto, el único dios verdadero (monoteísmo), es un dios creador, personal y omnipotente;
3) los medios de salvación no están vinculados sólo a un comportamiento ritualmente correcto, sino también, y sobre todo, a un comportamiento éticamente correcto en el sentido de una ética de la intención (i.e. aquella para la que el valor de la acción no reside en ninguna propiedad suya observable, ni siquiera en sus consecuencias, sino sólo en la cualidad de la voluntad del agente, en su disposición a cumplir la voluntad de Dios revelada en el Decálogo y reiterada una y otra vez por sus profetas);
4) el contenido de la promesa de salvación está vinculado a un futuro “reino mesiánico” terrenal, esto es, a la aparición de un jefe político-religioso enviado por Dios para restaurar el orden de cosas trastocado por la violación de los preceptos éticos y rituales fijados en la Alianza entre ese Dios y el pueblo elegido;
5) el mundo aparece aquí como un lugar dotado de una “historia” -con su principio en la creación y su final en la consumación de los tiempos- en la que Dios interviene directamente premiando y castigando al pueblo elegido, responsable solidario de las acciones individuales.
No nos interesa aquí la cuestión de si la predicación de Jesús tuvo originalmente un sentido específicamente judío, esto es, si su pretensión tenía que ver únicamente con una reforma del judaísmo farisaico, en la línea del profetismo, o si, por el contrario, su designio fue la creación de una religión universalista y esencialmente distinta del judaísmo. Tampoco nos interesa la cuestión del pacifismo radical de Jesús ni si la ética del amor acósmico (negador del mundo) fue concebida para un mundo social a punto de ser trastocado por la acción de Dios o para un mundo destinado a durar. Nos interesa únicamente el hecho de que, tras la muerte de Jesús, la misión de S. Pablo tuvo como consecuencias:
(1) la supresión del carácter exclusivista del judaísmo mediante la supresión como no obligatorios de todos aquellos rasgos de la ética que fundamentaban la posición singularizada de los judíos y mediante la afirmación de la igualdad de todos los seres humanos como destinatarios del mensaje de salvación.
2) El “enfriamiento” de la expectación apocalíptica con el aplazamiento del cumplimiento de la promesa mesiánica a un final de los tiempos cronológicamente indeterminado;
3) la sublimación y espiritualización del concepto del Reino de Dios mediante la doctrina del “hombre nuevo” (renovado por la fe en Cristo resucitado) en cuyo interior, a través del amor (caritas), se realiza ya tal reino de Dios.
4) la “adaptación” de la ética absoluta del amor a la dinámica histórica de las realidades sociales (diferencias de clase, existencia del poder político) de un mundo que dura, adaptación que terminaría por justificar el uso eclesiástico del poder económico y político por mor de la difusión del mensaje de salvación.
5) la acuñación de una Teología providencialista de la historia en cuyo marco pudiera autocomprenderse el papel de la Iglesia como instrumento de Dios para la salvación del género humano.
El cristianismo se convirtió así en una religión de salvación universalista de carácter ético y escatológico que terminó por cumplir una función ideológica en las postrimerías del Imperio romano y durante la Edad Media. Esto fue posible, como hemos dicho, gracias a la habilidad con que los líderes de la Iglesia romana consiguieron fusionar los contenidos de la fe cristiana con algunos elementos del intelectualismo de la filosofía griega, sobre todo, del platonismo y del neoplatonismo, pero también del estoicismo.

3.2. Filosofía y cristianismo.

La religión cristiana terminará por incluir básicamente tres dogmas:
(1) el dogma de la creación del mundo desde la nada por obra de la libre voluntad del Dios único y omnipotente;
(2) el dogma de la creación del hombre y de su caída en el pecado; y
(3) el dogma de la salvación de la Humanidad al final de los tiempos a través, primero, de la acción redentora o gracia del mismo Dios encarnado y, después, a través de la acción del Espíritu Santo, cuyo instrumento en la tierra sería la disciplina de la Iglesia Universal (Katholiké).
Estos dogmas eran muy difíciles de encajar en los presupuestos de la filosofía griega y el intento de hacerlos compatibles tuvo como consecuencia la introducción de fuertes tensiones conceptuales en la visión metafísico-religiosa del mundo que así se pretendía construir.

3.2.1. Creatio ex nihilo

El dogma de la creación del mundo desde la nada introdujo una tensión entre teocentrismo y cosmocentrismo. Teocentrismo significa aquí la tendencia a colocar a Dios en el centro de la imagen del mundo como único ser verdaderamente existente por sí mismo (causa sui) y a hacer depender el ser del Mundo de la voluntad y del intelecto divinos (supramundanos). Cosmocentrismo, en cambio, significa la tendencia a pensar el Mundo como una Totalidad existente por sí misma, como un orden cósmico impersonal y supradivino lleno de sentido. Pues bien, el dogma de la creación del mundo a partir de la nada por obra de la libre voluntad de Dios, máxima expresión de la omnipotencia y la trascendencia divinas, imprimió un sello netamente teocéntrico a la imagen metafísica del mundo de la cristiandad. Tal dogma era completamente ajeno a los presupuestos cosmocéntricos de la metafísica griega, incluso cuando ésta se acerca al dualismo. No en vano la lengua griega carece de un término para expresar la idea de creación desde la nada, de modo que los traductores de la Biblia al griego hubieron de usar el término epoeiein, que significa producir algo a partir de algo preexistente, según el modelo de la actividad del artesano. La barrera para la aceptación de tal dogma era la idea de que “de la nada, nada se hace” (ex nihilo nihil fit), que Parménides fue el primero en deducir del principio de identidad. Ni siquiera el mito platónico del origen del mundo en el Timeo se deja interpretar en un sentido creacionista, pues la Materia allí es tan eterna como las Formas empleadas para su ordenación por el Demiurgo. Si bien es cierto que la Idea trascendente (más allá de la esencia) del Bien podía identificarse con el Demiurgo dando lugar a la figura personal de un dios trascendente, era mucho más natural para un griego mantener la distinción entre ambos, como hizo el neoplatonismo, y pensar la creación como una emanación a partir de un principio cósmico impersonal por la propia necesidad de su naturaleza.
Sin embargo, la distinción platónica entre el mundo sensible y el mundo inteligible era perfectamente utilizable por el cristianismo con sólo “situar” las Ideas eternas en la mente del Dios supramundano como contenidos suyos y modelos de la creación. Tales Ideas serían entonces el fundamento de la inteligibilidad y bondad del orden del mundo y éste debería aparecer como expresión de la perfección de Dios: las esencias de las cosas son reflejos, huellas, perfectas en su género, de las Ideas o Formas presentes en la mente omnisciente de Dios. Dios crea el mundo, el mejor de los mundos posibles, de acuerdo con un plan, donde cada cosa, según su naturaleza o esencia, tiene su lugar en el conjunto armonioso de la creación. El mundo terreno es una escala jerárquica de realidades con diversos grados de perfección, desde la materia inanimada hasta la vida espiritual del hombre, pasando por la vida vegetativa de las plantas y por la vida sensitiva de los animales. La cima de esta escala la ocupa el alma humana individual, hecha a imagen y semejanza del mismo Dios y dotada de un dinamismo por el que busca escapar del orden natural (al que, en virtud de aquella semejanza, no se siente pertenecer y desprecia: contemptus mundi) y que la aboca hacia su creador sobrenatural. El alma ya no es un elemento más del proceso cósmico, un sustancia más en un mundo de sustancias que ella refleja, sino una intimidad personal con un destino sobrenatural que se juega a cada instante en este mundo de sustancias. En realidad, el orden natural ha sido creado tan sólo como escenario del drama de la salvación del alma individual.
El problema se presentará entonces a la hora de explicar el sentido de este drama cuya existencia implica la imperfección y el desorden del mundo: la existencia del mal (físico y moral), que el dualismo platónico atribuía a la incapacidad del demiurgo para dominar totalmente la oscuridad e irracionalidad últimas de la Materia. Pero si un Dios omnipotente, que crea el mundo de la nada, no lucha con ninguna materia preexistente, tampoco un Dios perfectísimo y benevolente puede crear un mundo imperfecto. De modo que o bien se afirma la existencia de Otro poder responsable del mal (reintroduciéndose alguna forma de dualismo religioso: el mundo como dominado por el Demonio o por el principio del Mal, Ahriman, en el Zoroastrismo y en el Maniqueísmo), o bien se suprime el problema declarando la absoluta inconmensurabilidad de los criterios de valor humanos y divinos y la absoluta inescrutabilidad de la voluntad divina, afirmándose, no obstante, paradójicamente la responsabilidad de la criatura humana ante Dios. Esta última será la solución a la que se aproximará Agustín.

3.2.2. El alma humana y su salvación.

3.2.2.1. La conducta moral. Intelectualismo y voluntarismo

El dogma del pecado original, introducido precisamente para explicar el mal moral (e incluso también indirectamente el mal físico) como resultado de la libre voluntad de la criatura humana, significó una inversión de los términos en los que la filosofía griega había pensado la relación entre la voluntad y el entendimiento, entre las funciones volitivas y la funciones cognitivas del alma humana. Desde Sócrates, todas las escuelas morales habían aceptado, con mayores o menores reservas, la ecuación virtud=felicidad=conocimiento, de acuerdo con la cual el mal moral (el “pecado”) y la infelicidad son únicamente el resultado de la ignorancia, pues nadie puede querer hacer algo con el convencimiento interno de que ese algo es “malo”. La voluntad sólo puede querer aquellos objetos y fines que el intelecto le presenta como “buenos” tras un proceso de razonamiento llamado “deliberación” (proairesis) mediante el que se sopesan los “pros” y los “contras” de las acciones que conducen a esos fines. La voluntad es aquí como una balanza que se inclina necesariamente hacia el platillo del bien. Si la voluntad elige el mal es porque el intelecto no ha deliberado correctamente confundiendo lo bueno aparente (“a corto plazo”) con lo bueno real (“a largo plazo”). De ahí la necesidad de adquirir el hábito del razonamiento práctico ejercitándose en la deliberación.
Frente a este intelectualismo moral, que tuvo su influencia en el cristianismo a través del pelagianismo, el agustinismo sostendrá la idea de que la voluntad humana se halla corrompida por el pecado original e inclinada “naturalmente” hacia el mal (hacia el “pecado”) aun antes de que el entendimiento pueda presentarle algo como bueno o malo. El intelecto humano, con todos sus razonamientos prácticos, es impotente para contrarrestar esta inclinación natural de la voluntad hacia el mal, salvo que sea capaz de hacerle entrever el Bien absoluto (Dios) y esto sólo puede hacerlo por mediación de la fe, dado que él está también corrompido por el pecado original. Pero la fe no es algo que se pueda adquirir en ninguna parte, sino una experiencia que transforma moralmente al individuo, pero que depende de Dios el otorgarla, es un don o regalo sin el que no es posible siquiera querer creer. Creer no es sólo asentir intelectualmente a una serie de doctrinas, sino sentirse arrastrado hacia el Sumo Bien cuya presencia operante y cuya llamada se sienten interiormente. Dicho de otra manera, la voluntad humana no puede hacer el bien, ni siquiera querer de verdad hacerlo, sin la ayuda de Dios, sin una especial Gracia divina. Toda posibilidad de salvación dependerá de la dispensación de esta gracia. Pensar de otro modo significaría menoscabar la omnipotencia y la perfección divinas, pues implicaría afirmar la existencia de otra causa del bien -la voluntad humana- distinta de la voluntad de Dios y la posibilidad de “forzar” a Dios a procurar la salvación del alma de aquel que ha realizado el bien. El ser humano debe reconocer su impotencia, su total dependencia de Dios y, abandonando todo orgullo y soberbia, humillarse suplicando la ayuda divina.


3.2.2.2. El problema de la salvación. Gracia, libertad y predestinación

Pero esta idea de la gracia trae consigo también un problema extraordinariamente grave, en la medida en que parece contradecir la idea de la libertad humana. Por un lado, se declara que la voluntad humana fue creada libre para hacer el bien o hacer el mal, esto es, para cumplir o no cumplir la voluntad divina (la Ley de Dios). De ahí su responsabilidad sobre el mal moral. Pero, por otro lado, se declara que la voluntad humana es incapaz de hacer el bien y de obtener la salvación sin la ayuda de la gracia. El problema puede expresarse así: ¿Sigue siendo libre la voluntad del que ha sido elevado por la gracia divina, esto es: puede pecar todavía el que está en estado de gracia? La respuesta es: no puede pecar y, sin embargo, es libre en un sentido nuevo. Agustín introducirá aquí la distinción entre “libre albedrío” y “libertad”: la gracia destruye el libre albedrío, esto es, la capacidad de elección, pero precisamente porque libera a la voluntad de su sujeción a las pasiones e intereses mundanos y le permite orientarse hacia el Bien absoluto. Sin embargo, la experiencia de la recaída en el pecado obliga a pensar que ¡¡¡ la gracia puede perderse!!!. ¿Cómo? Retirando Dios su ayuda, claro está. Pero ¿por qué, si el que la había recibido no podía pecar? Aquí se abre una puerta al misterio al mismo tiempo que la vida del creyente recibe una fuerte dosis de dramatismo: cualquiera puede recibir la gracia, pero nadie la tendrá para siempre como cosa segura.
Debe quedar claro que el trasfondo de este problema es la contradicción entre la afirmación de la libertad humana y la afirmación de la omnipotencia y la omnisciencia divinas. Éstas obligan a pensar la totalidad del acontecer mundano como previsto y predeterminado por Dios desde toda la eternidad (Dios no puede improvisar), mientras que aquélla implica la indeterminación de la conducta humana (para que sean posibles la responsabilidad y el mérito). Agustín pretenderá conciliar ambas afirmaciones, si bien prevalecerá en él la afirmación de la omnipotencia divina y, con ella, la doctrina de la predestinación, según la cual Dios ha establecido desde toda la eternidad que sólo un reducido número de seres humanos alcancen la bienaventuranza eterna -la visión beatífica de Dios-, mientras que los demás se condenen eternamente, sin que en esta vida sea posible saber quiénes pertenecen a un grupo y quiénes al otro. Esta doctrina, si bien roza el fatalismo, como los pelagianos no cesaban de recordarle al ex-maniqueo Agustín, proporciona una gran hondura a la fe, pues, privando al creyente de toda garantía de que Dios premiará sus méritos y sacrificios, pone a prueba su fe de un modo extraordinariamente duro. De una sola cosa se puede estar seguro y es que extra ecclesiam nulla salus (fuera de la Iglesia no hay salvación), es decir, que la entrada y el servicio en la Iglesia católica es una condición necesaria, aunque no suficiente, de la salvación. Tras la muerte del Hijo -acto decisivo de la gracia para la salvación del ser humano-, la gracia divina ya sólo opera a través de los sacramentos administrados por la Iglesia, cuya expansión universal está predestinada.




3.2.3 Historia universal como historia de la salvación. El papel de la Iglesia

La idea de la salvación ultraterrena, introducida originariamente para solventar el problema de la asimetría entre el destino y el mérito, llevaba aparejada la idea del eschaton, del final de los tiempos, idea que, junto con la de la creación desde la nada, construía una concepción lineal de la historia universal enteramente opuesta a la concepción griega del eterno retorno, según la cual no existen principio ni final del tiempo, por lo que la historia carece de significación y de finalidad. Sin embargo, desde las coordenadas del cristianismo, la historia universal aparecía como una historia de la salvación del género humano cuyos episodios centrales eran la encarnación del Dios Padre en la persona (divina y humana) de Jesucristo y el advenimiento del Espíritu Santo a la comunidad de los fieles creyentes en Cristo resucitado en el milagro de Pentecostés. Esta comunidad, organizada jerárquica y cuasi-estatalmente como Iglesia Universal (católica), se autocomprenderá como instrumento de la Providencia y administrador de la gracia para la salvación del género humano y, como tal, se verá a sí misma exonerada del cumplimiento incondicional de los mandamientos éticos cada vez que lo exijan su supervivencia y el cumplimiento de su finalidad en un mundo profano (saeculum) entregado al pecado, donde, sin embargo, la voluntad de Dios, el plan de la salvación, se va realizando “misteriosamente”. Agustín terminará viendo en la historia la lucha entre dos ciudades: la Ciudad de Dios y la Ciudad del diablo. Se ha querido ver simbolizada en esta metáfora la lucha entre la Iglesia y el Estado. Pero esto es un error: en primer lugar, porque, desde la teoría de la predestinación, no se puede afirmar que todos los que componen la Iglesia pertenezcan a la ciudad de Dios, sino sólo los elegidos; en segundo lugar porque los Estados, si bien están exentos de verdadera justicia, son instrumentos de la Providencia que pueden -y deben- contribuir a la realización de sus misteriosos planes. De ahí la alabanza que Agustín hace de algunos emperadores cristianos.
No debe olvidarse que desde la época de Constantino, el cristianismo había dejado de ser una amenaza para el poder político y se había convertido en un aliado de gran valor; habían quedado atrás las persecuciones que sembraron de mártires las ciudades del Imperio y comenzaban las persecuciones de aquellos (herejes y paganos) que no querían aceptar los medios de “salvación” que la Iglesia “universal” les ofrecía. El cristianismo había dejado de ser progresivamente una religión de pobres, esclavos y mujeres y se había aproximado a las clases superiores económica y culturalmente. De esta época data el inicio de la gran acumulación de propiedades que caracterizará exteriormente a la Iglesia hasta el dia de hoy: grandes terratenientes con influencia en Roma -que habían expropiado previamente a pequeños campesinos- se convertían al cristianismo y donaban a la Iglesia parte de sus propiedades. A veces incluso se convertían ellos mismos en líderes eclesiásticos. En estas condiciones, el Estado no podia seguir persiguiendo a los cristianos, sino que debía atraerlos hacia sí. Por otro lado, la Iglesia necesitaba la ayuda del poder político para imponerse a sus enemigos, tanto internos (herejías) como externos (paganos).
Esta doble “conexión” de la Iglesia con el poder político y con el poder económico introdujo naturalmente fuertes tensiones éticas y teológicas en las doctrinas cristianas, pues, por un lado, la ética absoluta del Evangelio radicalizaba la obligación veterotestamentaria de la caridad y contenía exigencias en el sentido de la pobreza voluntaria y de la comunidad de bienes en el seno de la Iglesia. Pero, por otro, la necesidad de adaptación a las realidades económicas obligó a atemperar aquellas exigencias, pudiendo existir en el seno de la Iglesia tanto el ascetismo monacal y, más tarde, las órdenes mendicantes, como la posesión de enormes riquezas y el lujo por parte de los dirigentes de algunas diócesis como fruto de aquella alianza con los grupos sociales favorecidos. El hecho de la estratificación social recibirá muy pronto (ya en S. Pablo: “permanece en tu profesión”) una sanción religiosa como estado de cosas querido por Dios y, por tanto, ineludible y santo. La sociedad estamental, que aparecerá más tarde como fruto de las relaciones de producción entre el señor feudal y el siervo, será comprendida como el resultado de una ordenación sabia y buena del Creador.
En consecuencia, la Iglesia católica debía proporcionar también una justificación ideológica al ejercicio del poder político y a su relación con la violencia, atemperando el pacifismo radical de la ética del Evangelio. El providencialismo, esto es, la creencia en un gobierno divino del mundo, ofrecía el marco para una justificación de ese tipo. Sólo Dios es fuente de poder político, de auctoritas. Por tanto, sólo el sacerdocio, como conocedor de las cosas de Dios, puede legimitar una dominación política. En rigor, sólo el jefe religioso -el Sumo sacerdote- debería ser el jefe político (teocracia), mas cuando esto es imposible por faltarle los medios de coacción necesarios, el jefe político secular deberá someterse a las obligaciones éticas y jurídicas acuñadas por el sacerdocio (Derecho sacro) -entre las que se halla la de poner los medios de coacción al servicio del sostenimiento de la Iglesia- para recibir del jefe religioso la autentificación de su carisma como gobernante “por la gracia de Dios”. En el Occidente medieval, esta alianza de la nobleza sacerdotal y de la realeza fue en detrimento del poder feudal de la nobleza guerrera y favoreció los intereses del Tercer Estado, de la burguesía (normalmente pacífica).




[1] . Escuela así llamada porque su primitivo lugar de reunión, en Atenas a partir del 300 a.C.) era la Stoa poikilé (“pórtico cubierto de pinturas). Su fundador fue Zenón de Citio (Chipre), pero su máxima figura es Crisipo de Solos (s.III a.C.).En Roma destacarán Séneca (s.I d.C), Epicteto (s.I-II)y Marco Aurelio (s.II).
[2] . Epicuro de Samos (s.IV-III a.C) enseñó en Atenas en un jardín que adquirió. Por eso a esta escuela se le llama también “el Jardín”. En Roma fue Lucrecio (s.I a.C), el autor del poema De rerum natura (de la naturaleza de las cosas), el epicúreo más famoso.
[3] El primero de ellos, según todas las fuentes, fue Pirrón de Elis, que murió en 260 a.C. Pero la mayor parte de lo que sabemos de los escépticos lo sabemos por los escritos de Sexto Empírico (s.I-II d.C.). También sabemos que la Academia de Platón, tras la muerte de éste y tras el período en que la dirigiera Espeusipo, asumió el escepticismo con Arcesilao y Carnéades. Lo cual tampoco ha de extrañarnos mucho, si tenemos en cuenta que la dialéctica no es más que skepsis, indagación, si no culmina en la noesis de la Idea del Bien. Por eso S.Agustín habla en el texto de los “académicos” para referirse a los pensadores escépticos.
[4]. Sin embargo, los pensadores cristianos insistieron en la idea de la creación desde la nada, lo que les obligaba a ofrecer pruebas de la posibilidad de una tal creación y a aclarar los términos que usaban en esas demostración, eludiendo las implicaciones incómodas de la doctrina. Por ejemplo, aclaraban que “desde la nada” no supone que la nada exista y que de ella extraiga Dios el mundo, sino que significa “non ex aliquo” (no desde algo preexistente y, por supuesto, no a partir de sí mismo). Para salvaguardar la perfección divina, debían afirmar que Dios no crea para conseguir algo que le faltase, sino para dar, para comunicar su infinita bondad. Sin embargo, no hace esto por necesidad de su naturaleza (a la manera como el Uno neoplatónico se desbordaba en las primeras hipóstasis), sino libremente. Otra cuestión objeto de discusión era la de si la creación había sido una creación en el tiempo, como señalan las Escrituras, o una creación desde la eternidad.

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